Los problemas del ego

  Raimón Samsó

Desde la niñez vamos construyendo una identidad inventada, que a la larga será la causa de algunos conflictos personales.  Ese falso yo recibe el nombre de ego.  Una especie de segunda identidad que nos hace difícil saber quiénes somos en realidad y de dónde proceden nuestros problemas.

Todas las relaciones personales: familia, amigos, pareja y trabajo… se ven sacudidas por conflictos, más grandes o más pequeños, de forma recurrente.  A veces, cuando una relación parece ir bien, otra empeora.  Las relaciones entre las personas se convierten en una montaña rusa de altibajos, avances y retrocesos.  Nunca parece que vayan a arreglarse definitivamente del todo.  Siempre el mismo tipo de conflictos…  la vida se hace difícil.

Y en ese punto, las personas suelen decir algo así como que «las relaciones son difíciles», cuando en verdad es el que hace esa afirmación quien es difícil.

Tal vez deberíamos en algún momento examinar y cuestionar nuestros comportamientos y creencias gobernadas por el ego.  Para definirnos recurrimos al uso de referencias externas convencionales o etiquetas.  A la mente le gusta poner nombres a todo para tratar de comprenderlo.  El ego es una autoimagen que se basa en identificaciones tales como: un nombre, una edad, un estado civil, un rol familiar, unas posesiones, una nacionalidad, un pasado, una profesión, unas creencias, un cuerpo, una educación, una religión, un sexo, unos logros y fracasos…  Todos los egos en realidad son iguales, ya que consisten en una identificación, y por tanto solo se diferencian en la superficie, pero no en el fondo.  Las personas nos acabamos contando una historia, y quien se apegue más a la suya será quien sufrirá más, porque será incapaz de vivir de otra manera.

El autoengaño tiene muchos nombres.  Al ego se le conoce también por autoimagen, yo construido, falso yo o yo fabricado, pero en realidad no importa el nombre, sino darse cuenta de que se trata de una creación mental.  Una falsa identidad no real.  Es importante que detectemos en qué momento se encuentra en activo.  Esto ocurre cuando nos suceden cosas como querer tener razón a toda costa, quejarse y sentirse víctima, ser incapaz de perdonar, juzgar y etiquetar a las personas, atacar o defenderse de comportamientos, reaccionar impulsivamente o establecer diferencias.

Por otro lado, cuando desactivamos el ego perdemos interés por discutir, competir, agredir, criticar, estar a la defensiva, juzgar…  Esto no significa que seamos pasivos, sino que habremos elegido antes que nada la paz mental en toda situación, algo que solo se consigue siendo muy activo (eligiendo decisiones sabias) y no lo contrario  (reaccionando como un autómata).

El juego preferido del ego es tratar de cambiar a los demás, sin esforzarse por cambiar uno mismo.  Un antiguo proverbio chino nos dice que «es más fácil variar el curso de un río que el carácter de una persona».  Así es, y sin embargo, una y otra vez se vive con la ilusión de hacer pasar a los demás por los guiones que hemos inventado para ellos, como si alguien pudiera saber qué es lo mejor.

Renunciar a la posesión imaginaria del constructo mental que es el ego no es sencillo.  ¿Cómo desprenderse de una identidad forjada a lo largo de toda una vida?  Parece como una pequeña muerte, y en realidad lo es, pero servirá para renacer a una nueva vida libre de apegos y aversiones, y por ello más feliz.

Hay muchas técnicas y teorías sobre cómo acabar con el ego, pero tal vez la menos conocida sea matarlo de aburrimiento, o sea no haciéndole caso.  ¿Y cómo se hace eso?  Dejando de reaccionar desde el ego a los otros egos, no saltando a la mínima provocación o reaccionando mecánicamente. Se trata de dar una respuesta elaborada y elegida, sin darle el micrófono o el protagonismo a esa vocecita parlanchina y engreída que hay dentro de cada uno y que siempre busca líos.  En la mayoría de los casos, cuando se dice «yo» es el ego el que habla.

El final de los problemas es no reaccionar al ego de las otras personas.   Pero, ¿cómo no hacerlo ante un comportamiento desagradable?  Es sencillo de decir, aunque no fácil de hacer.  La clave está en comprender que su comportamiento disfuncional está dictado por su ego.  Que no procede de la persona en sí, sino de sus condicionamientos adquiridos en el pasado.  Y entender que todos llevamos un ego a cuestas, y que todos sucumbimos a sus desvaríos de vez en cuando…  Tener en cuenta todo esto ayuda a comprender (aunque no a justificar) comportamientos disfuncionales y,  por tanto, a no reaccionar ante ellos.

El contexto donde los egos suelen entrar en conflicto son las relaciones de todo tipo:  familiares, sociales, profesionales y de pareja…  Uno podría pensar que cambiando las relaciones se solucionaría el problema.  Pero no es así.  Eludir las relaciones no es la solución, ya que el dolor sigue latente en el inconsciente.  Sin duda, el problema reaparecerá, esta vez en otro lugar, en otro momento y con otra persona.

Solo resolveremos estas cuestiones si dejamos de juzgar y criticar, si aceptamos a los otros tal y como son, sin ningún deseo de cambiarlos, ni tan siquiera por su bien.

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Vivir la ausencia

–  Alberto Sala Mestres

Las personas que han dedicado una etapa importante de sus vidas a cuidar a un enfermo suelen decir que, cuando desaparece, de pronto se sienten solas.  Sucede que habían moldeado su vida en torno a los cuidados del otro y se habían acostumbrado, incluso sin quererlo expresamente, a esa forma de vivir, acompañándole siempre.

Entonces, al surgir la ausencia más o menos vaticinada, más que un sentimiento de dolor o alivio, lo que experimentan es un inmenso vacío, un no saber qué hacer.  Quedan desconcertadas por un tiempo, más o menos largo, en función sobre todo de las posibilidades que se les ofrecen de volver a tener interés por las cosas que tuvieron que dejar de lado.

Le enfermedad compartida es una forma de sabiduría que nos sitúa en contacto con los demás y facilita el acercamiento a la realidad exacta de las cosas.  Cuando observamos en algunos jóvenes ese egocentrismo tan exacerbado y su fría dureza frente al sufrimiento de los demás, tenemos que pensar que no sólo es que han vivido poco sino que, sobre todo, no han tenido tiempo de experimentar el padecimiento propio y comprender el ajeno.

Si miramos a nuestro alrededor, veremos que existen personas que poseen una atrayente personalidad y que en muchos casos han sido marcadas por el dolor.  La búsqueda de algún sentido al sinsentido del sufrimiento provoca el desarrollo de un perfil humano más agudo y sensible.

En todo caso, no se trata de hundirse en la pena, sino de llegar a comprender que nuestra existencia como persona tiene un inicio que todos conocemos, y nos espera un final del que ignoramos tres interrogantes básicos:  ¿dónde? ¿cómo? y ¿cuándo?

La fe nos hace reflexionar y asumir que ese fin no es más que la antesala de lo prometido, y en nuestra modestia cristiana intentamos ser «santos» para merecer el premio.

Siempre nos quedará el consuelo, al recordar a quien ya no está con nosotros, de poder revivir con esperanza su memoria confiando en la alegría de un feliz reencuentro eterno.  Así sea.

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¿Nos preguntamos sobre el valor de la humildad?

–  Borja Vilaseca

La gran mayorìa estamos convencidos de que nuestra forma de ver la vida es «la forma de ver la vida».  Y que quienes ven las cosas diferentes que nosotros están equivocados.  De hecho, tenemos tendencia a rodearnos de personas que piensan exactamente como nosotros, considerando que estas son las únicas «cuerdas y sensatas».  Pero ¿sabemos de dónde viene nuestra visión de la vida?  ¿Realmente podemos decir que es nuestra? ¿Acaso la hemos elegido libre y voluntariamente?

Desde el día en que nacimos, nuestra mente ha sido condicionada para pensar y comportarnos de acuerdo con las opiniones, valores y aspiraciones de nuestro entorno social y familiar.  ¿Acaso hemos escogido el idioma con el que hablamos?  ¿Y qué decir de nuestro equipo de baseball o fútbol?  En función del país y del barrio en el que hayamos sido educados, ahora mismo nos identificamos con una cultura, una religión, una política, una profesión y una moda determinadas, igual que el resto de nuestros vecinos.

¿Cómo veríamos la vida si hubiéramos nacido en una aldea o un pueblo de Madagascar?  Diferente, ¿no?  Y entonces, ¿por qué nos aferramos a una identidad prestada, de segunda mano, tan aleatoria como el lugar en el que nacimos?  ¿Por qué no cuestionamos nuestra forma de pensar?  ¿Y qué consecuencias tiene este hecho sobre nuestra existencia?

Para responder a esta última pregunta tan solo hace falta echar un vistazo a la sociedad.  ¿Vemos a muchos seres humanos realmente felices en el mundo en el que viven?  La ignorancia es el germen de la infelicidad; y ésta, la raíz de nuestros conflictos y preocupaciones.

No existe ni un solo ser humano en el mundo que quiera sufrir de forma voluntaria.  Las personas queremos ser felices, pero en general no tenemos ni idea de cómo lograrlo.  Y dado que la mentira más común es la que nos contamos a nosotros mismos, en vez de cuestionar nuestro sistema de creencias e iniciar un proceso de cambio personal, la mayoría nos quedamos anclados en el victimismo, la indignación, la impotencia o la resignacíón.

La honestidad puede resultar muy dolorosa al principio.  Pero a medio plazo es muy liberadora.  Nos permite afrontar la verdad acerca de quiénes somos y de cómo nos relacionamos con nuestro mundo interior.  Así es como iniciamos el camino que nos conduce hacia nuestro bienestar emocional.  Cultivar esta virtud provoca una serie de efectos terapéuticos.  En primer lugar, disminuye el miedo a conocernos y afrontar nuestro lado oscuro.  También nos impide seguir llevando una máscara con la que agradar a los demás y ser aceptados por nuestro entorno social y laboral.

Eso sí, el gran generador de conflictos con otras personas se llama orgullo. Principalmente porque nos incapacita para reconocer y enmendar nuestros propios errores.  Y pone de manifiesto una carencia de humildad, que es una cualidad que nos permite adoptar una actitud abierta, flexible y receptiva para poder aprender aquello que todavía no sabemos.

La humildad está relacionada con la aceptación de nuestros defectos, debilidades y limitaciones.  Nos predispone a cuestionar aquello que hasta ahora habíamos dado por cierto.  En el caso de que además seamos vanidosos o prepotentes, nos inspira simplemente a mantener la boca cerrada.  Y solo hablar de nuestros éxitos en caso de que nos pregunten.  Llegado el momento, nos invita a ser breves y no regodearnos.  Es cierto que nuestras cualidades forman parte de nosotros, pero no son nuestras.

La paradoja de la humildad, que etimológicamente viene de humus que significa tierra fértil, es que cuando se manifiesta desaparece.  La expresión «en mi humilde opinión» no es más que nuestro orgullo disfrazado.  La verdadera práctica de esta virtud no se predica, se realiza.   En caso de existir son los demás quienes la ven, nunca uno mismo.

Ser sencillo es el resultado de conocer nuestra verdadera esencia, más allá de nuestro ego.  Esta es la razón por la que las personas humildes, en tanto que sabios, pasan desapercibidas.

En la medida que cultivamos la modestia es cada vez más fácil aprender de las equivocaciones que cometemos, comprendiendo que los errores son necesarios para seguir creciendo y evolucionando.  De pronto ya no sentimos la necesidad de discutir, imponer nuestra opinión o tener la razón.  Gracias a esta cualidad, cada vez gozamos de mayor predisposición para escuchar nuevos puntos de vista, incluso cuando se oponen a nuestras creencias.

En paralelo, sentimos más curiosidad por explorar formas alternativas de entender la vida, que ni siquiera sabíamos que existían.  Y cuanto más indagamos, mayor es el reconocimiento de nuestra ignorancia, vislumbrando claramente el camino hacia la sabiduría.

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El reencuentro

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–  Félix de Asúa

Hacía seis años que no nos veíamos.  A pesar de la muleta, me pareció muy recuperado. Me tranquilizó la luz irónica de sus ojillos entrecerrados y cubiertos de arrugas.  Había pasado mucho tiempo en el remolino de la confusión. Tras separarse de su mujer, entró en ese tobogán que tiene un comienzo excitante y pronto se convierte en una caída sin control.

Después de haber conducido camiones ilegales y huído de una prisión mortal, le perdí la pista en algún Estado mexicano donde trabajaba de camarero, aunque ya era viejo para esa tarea.  Al regresar a España todo cambió de golpe.

Quiso el azar que se encontrara con una novia antigua, justamente la que abandonó para casarse.  La mujer, ya pasados los 50, lo miró con regocijo cariñoso.  «No has cambiado nada, sólo te has muerto varias veces», dijo.  Mi amigo constató que nadie le juzgaba con mayor gentileza y comenzaron a salir.

Era regresar a muchas cosas.  La casa abandonada, la novia abandonada, la ciudad abandonada, pero aún le faltaba conocer otro abandono.

Poco después ella le dijo:  «Cuando te casaste yo estaba embarazada.  Me lo callé porque no habrías sabido qué hacer, pero al niño se lo dije en cuanto cumplió 13 años, así que te conoce.  ¿Quieres conocerlo tú ahora?».  Mi amigo aseguró que inmediatamente quería conocerle.  Y al salir de su casa, aquella noche, lo atropelló una moto.

Una vez superado el coma, el cirujano le advirtió que iba a quedar cojo, pero que le esperaba su silla de ruedas.  Señaló el pasillo.  Un muchacho de unos 20 años sostenía las manillas y le miraba desconcertado.  No le cupo ninguna duda.  Desde entonces no se han separado.

«Hay más clases de amor que las que conocí de joven», me dijo.  Luego se alejó renqueando.

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Parar el reloj y vivir intensamente

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–  Fernando Trías de Bes

Llevar una vida rutinaria no exime de experimentar aventuras.  El tiempo es el que es.  En nuestra mano está decidir cómo queremos disfrutarlo.

El protagonista de la película Una cuestión de tiempo  [About Time, Richard Curtis, 2013] pertenece a una familia cuyos miembros tienen un don especial: pueden viajar a lugares y momentos donde han estado antes.  Esta peculiaridad les permite deshacer decisiones y corregir errores para mejorar sus vidas.  Hacia el final de la película, el personaje se da cuenta de que su vida ha estado bien tal y como ha sido, y que no desea volver atrás.

Tal vez sea éste el máximo anhelo de cualquiera de nosotros.  Llegar al final de nuestras vidas y poder decirnos a nosotros mismos: «Ha estado bien así, si volviera a vivir no cambiaría nada». La pregunta es si alcanzar tal nivel de satisfacción no depende tanto del número y variedad de vivencias como de la intensidad con las que se han afrontado.

La magnífica película Up, de Walt Disney-Pixar [Peter Docter / Bob Peterson, 2009], refleja muy bien este sentimiento cuando el personaje principal, un anciano viudo que no pudo brindar a su fallecida esposa ninguna de las aventuras que soñaron de niños, descubre que su mujer ha rellenado el álbum de fotos de todos los viajes que iban a realizar con las fotografías de sus vidas en casa y en una nota ha dejado escrito:  «Gracias por la aventura».  Lo que ha vivido con su marido, poco o mucho, ella lo apreció como un gran acontecimiento.  Es una secuencia preciosa que nos enseña que lo importante es el sentido que queramos otorgar a nuestras vivencias y no tanto lo que en sí acontece.  Se puede llevar una vida rutinaria y vivirla intensamente.

Sin embargo, es muy difícil hacer valer esta actitud.  La oferta de posibilidades, alternativas, destinos turísticos, las innumerables posibles relaciones personales y caminos que abren las redes sociales ejercen una enorme presión sobre el individuo de hoy.  Las relaciones de la sociedad líquida, que postuló el sociólogo Zygmunt Bauman, prueban que el ser humano opta cada vez más por no solidificar las relaciones, no materializarlas ni mantenerlas en pos de una posibilidad eternamente cambiante.

Desde mi punto de vista, hemos ido pasando de una sociedad líquida a otra multidimensional o poliédrica.  Cuando realizamos una actividad, perseguimos hacer otra al mismo tiempo.  Es habitual que los fabricantes de cintas de correr instalen en ellas televisiones para seguir el partido de fútbol o las noticias mientras se practica deporte; vemos televisión en casa mientras chateamos o navegamos con nuestro móvil / cellular. Incluso las propias cadenas de televisión rotulan en pantalla durante los debates y entrevistas lo que los televidentes tuitean sobre lo que se está diciendo.  Parece como si vivir únicamente una realidad fuera insuficiente.

Es ya habitual ver a parejas en un restaurante que combinan la conversación entre sí con otras a través del móvil o terceras personas. No se trata de una crítica tipo «cualquier tiempo pasado fue mejor».  Lo que quiere explicar este ejemplo es que cuando se instala en el ser humano una insuficiencia constante sobre el presente, se ancla al mismo tiempo una creencia deficitaria de la vida y, por tanto, la probable conclusión de que la existencia no haya sido plena.  Un deseo perentorio por multiplicar el presente desemboca en una insatisfacción del pasado.

Olvidamos que presente significa regalo.  Los regalos se disfrutan, se saborean y aprecian. Vivir intensamente obliga a parar el reloj, a no pensar en otra cosa más que en lo que se está experimentando.  El tiempo es el que es.  Lo único que está en nuestra mano es decidir cómo queremos disfrutarlo.  Tiempo de calidad, no cantidad de tiempo.

Fijémonos en los niños: cuando son pequeños y juegan con algo lo hacen sólo con eso. De acuerdo, la aparición de un nuevo estímulo los puede hacer abandonar lo que tienen entre manos y dirigirse a otro asunto con suma facilidad.  Pero es debido a la curiosidad. Su percepción del tiempo es inexistente.  Su presente es absoluto y a él se entregan con los cinco sentidos.

En el ámbito profesional las consecuencias sobre este concepto, a partir de nuestras decisiones, son trascendentales porque no podemos cambiar cada dos meses de ocupación. Publiqué hace ya muchos años un libro titulado El vendedor de tiempo (1).  El protagonista envasaba minutos en frasquitos y los ponía a la venta.  La gente se volvía loca y se echaba a la calle a comprar.  En realidad, el tiempo que adquirían era suyo pues era el mismo que iban a vivir, pero el desembolso con dinero propio les daba libertad para emplearlo en otras cosas.  Las decisiones profesionales son ventas de espacio que nos pertenece y con el que negociamos, pero no en frasquitos, sino en grandes contenedores.  Nos comprometemos cada vez que firmamos un contrato, asumimos un encargo, proyecto, función o tarea.

Por eso hemos de ser exigentes.  Las transacciones de tiempo propio, personal o profesional, son el principal causante de llegar al final de nuestras vidas y pensar que deberíamos haber vivido de otro modo.  Para evitarlo, es bueno preguntarse a menudo a sí mismo:  «Qué haría yo si no tuviese miedo?  ¿Qué haría yo si supiera decir no?».

(1)  Fernando Trías de Bes, El vendedor de tiempo:  una sátira sobre el sistema económico, Ed. Empresa Activa, Barcelona, 2005, 144 págs.

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Sonría, por favor

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–  Patricia Ramírez

¡No tienes gracia!.  Es muy frecuente escuchar esta frase entre parejas, padres e hijos, amigos y compañeros de trabajo.  Se dice a modo de reproche a quien cree haber dicho algo en broma o con una doble intención y no consigue que el otro le pille el punto.  Lo cierto es que nadie piensa que tenga poca gracia porque su pareja no se haya reído con su chiste.  Duda y cuestiona el humor del otro, no el suyo.

¿Por qué nos suele afectar que nos acusen de no tener sentido del humor?  Porque asociamos características positivas a las personas graciosas, y no provocar una carcajada significa no tener esas virtudes que valoramos en los demás.

Las personas con sentido del humor nos parecen verdaderos genios:  Quino, Groucho Marx, Charles Chaplin o Woody Allen.  En general, aquellos que se ríen más consiguen ser más felices y tienen mayores índices de bienestar y satisfacción personal.  Son muchos los beneficios de tomarse la vida con ganas de reír.  Veamos:

–  La risa libera endorfinas, nuestra droga natural de la felicidad.

–  Es una respuesta a la ansiedad ya que relaja la musculatura.  ¿Recuerda lo a gusto que se queda cada vez que se echa una carcajada?

–  El humor y la risa relativizan.  Con ello nos enfrentamos a los problemas con menos miedo, mayor creatividad y con un estado emocional que permite buscar soluciones.

–  Reduce los niveles de dolor.  Después de una sesión de  risoterapia  muchos aseguran sentir alivio en su dolor crónico.

–  Favorece las relaciones de pareja.  Uno de los mayores atractivos a la hora de buscar a nuestra media naranja es el valor que le damos a que nos saquen una sonrisa.

Los estudios de Martin Seligman y Christopher Peterson, pioneros de la psicología positiva -definida como el estudio de las emociones, los estados y las instituciones positivas- determinan que el humor es una de las principales fortalezas de nuestra especie.  Es un estado anímico que hace referencia a cómo nos sentimos en general y depende de muchos factores. Si atraviesa una situación de duelo, seguro que está de menos humor que si acaba de tocarle la lotería, momento en el que se reiría de todo. Cuando decimos que una persona está de buen humor, interpretamos que si hubiera que pedirle un aumento de sueldo o comunicarle una mala noticia, este estado facilitaría la situación.

Pero tratemos de reducir en este artículo el concepto de humor -tal y como la psicología positiva y Seligman lo definen- a la capacidad de una persona de experimentar la carcajada.  La risa es la reacción a un acto placentero que se manifiesta verbal y no verbalmente.  Nos reímos cuando nos sentimos bien y con ello desencadenamos dopamina, un neurotransmisor relacionado con los estados placenteros.  El humor es lo que causa la risa:  chistes, bromas, despistes, juegos, meteduras de pata, inocentadas, todo aquello de lo que en general nos reímos y que no todos compartimos.

Hablamos de distintos sentidos del humor y de tenerlo o no.  Pero poseer esta cualidad no es un todo o nada.  Richard Wiseman, investigador británico y miembro de la Universidad inglesa de Hertfordshire, ha dedicado mucho tiempo a estudiar este estado anímico.  De hecho, Wiseman lideró el proyecto  Laughlab  (conocido como «el laboratorio de la risa»), una investigación sobre la risa y el humor.  El británico trató de analizar si los hombres y mujeres nos reímos de las mismas cosas, si mantenemos el sentido del humor a medida que cambian nuestras circunstancias y si la jovialidad difiere según las culturas.

Por ejemplo, en la tradición mística oriental, se entiende el humor como parte de la madurez.  De hecho, líderes como Mahatma Gandhi o el actual Dalái Lama incluso se reían de circunstancias que para otros pudieran parecer trágicas.

Durante su investigación, Wiseman descubrió que cuanto más superior te hace sentir un chiste, más carcajada provoca.  También nos reímos de aquello que nos causa ansiedad, como ya adelantó Sigmund Freud.  Nos reímos de la muerte, de los miedos y de lo absurdo.

A lo largo de la historia, filósofos, médicos, psicólogos, psiquiatras y todo tipo de científicos han tenido curiosidad por el humor; desde Platón, pasando por Aristóteles, hasta Freud, que lo consideraba una válvula de escape para expresar represiones y poder manejar emociones como la ansiedad y el miedo.  Todavía hay mucho que investigar para tener datos fiables de los beneficios que produce la risa, pero hasta ahora nadie se queja de que le siente mal.

Datos como los obtenidos en el estudio Humor, realizado por H.M. Lefcourt y publicados en el libro Handbook of Positive Psychology, ponen de manifiesto que las personas que gestionan el estrés a través del humor fortalecen su sistema inmunológico, tienen un 40 por ciento menos de probabilidad de sufrir un ataque al corazón y viven cuatro años y medio más que la mayoría.

A pesar de que no siempre compartimos el mismo sentido del humor, sí existe una línea que no deberíamos cruzar.  ¿Cuáles son esos límites?  Algo deja de tener gracia cuando sólo se ríe uno o una parte muy pequeña del grupo.  Normalmente estas bromas van asociadas a la burla y a la humillación.  Tampoco es gracioso reírse de  temas que sean sensibles.  Hacer chistes machistas delante de una víctima del maltrato seguro que no tiene ninguna gracia.  Así que evite la humillación y sea prudente.  Busque ser gracioso y reírse con la gente, no de la gente.

Por otro lado, todos queremos ser felices y para ello buscamos circunstancias, actividades y personas que nos potencien ese estado.  Ser un «avinagrado» es algo que nadie desea, pero tampoco quiere casarse con alguien así, ni tener amigos ni compañeros que le entristezcan.  Es más fácil acercarse a una persona que sonríe que al que está con cara de pocos amigos. Los que ven el lado gracioso de la vida también dan la sensación de tener más control.  Son ellos los que deciden el valor de los problemas y no dejan que estos les absorban.

Si se ha convencido del valor del humor y desea entrenar su capacidad de provocar una carcajada, siga estos consejos:

–  Sea usted mismo.  Hay personas que son graciosas por su tono de voz, por cómo gesticulan, por lo rápido que hablan, por su agilidad mental, etc.   No imite.

–  Utilice juegos de palabras o chistes cortos.

–  Sonría.

–  Ser oportuno es gracioso.  Hay bromas a destiempo que están fuera de lugar.  Y tenga en cuenta con quién se está relacionando:  no son lo mismo las bromas en el trabajo, en la familia o ante un auditorio.

–  No se tome usted mismo muy en serio, y tenga en cuenta que las incongruencias también hacen mucha gracia.

Con el paso de los años tendemos a trivializar todo y a reírnos de lo que nos pareció un drama.  Así que, ¿por qué esperar a que pase el tiempo?  El momento de reírse es ahora.

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Año nuevo, vida nueva

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–  Cristina López Schlichting

En la lista de la vida se apuntan los hechos (nací en …, mis padres fueron …, estudié aquello, tuve tres hijos, fui contable, gerente, etc.), pero en la de las preferencias del corazón se subrayan los comienzos: el primer amor, el lugar donde nos conocimos, el parto de los hijos(as), la jornada inicial de trabajo.  Los principios tienen una virginidad prístina, una inocencia que los inscribe en la memoria como piedra sin esculpir.

Nos gusta esa sensación de sorpresa, la posibilidad de descubrir. Está en nuestra naturaleza preferir lo nuevo a lo viejo, el comienzo al final, estrenar que repetir. Es como si Dios nos hubiese diseñado niños, en lugar de ancianos.  De hecho, el Evangelio (San Juan 3: 4-5) propone la conversión del viejo en joven, no viceversa.

Por eso tiene el Año Nuevo un temblor de estreno que embelesa.  Es una convención, pero no sólo.  El calendario permite caer en la belleza del tiempo.  Segmentando la larga serie de instantes podemos apreciar, si no todos -porque andamos ajetreados y distraídos- al menos el regalo que supone alguno de ellos.  El lunes no es el martes, ni las dos son las seis, ni enero es diciembre.  Inaugurar el año es recibir de nuevo la oportunidad de vivir, por eso planificamos, hacemos propósitos, repasamos necesidades.  Da igual que incumplamos después, lo hermoso es este impulso de renacer, esta vocación de ser nuevos.

Acabamos de recibir un paquete de 365 días, doce meses para amar, contemplar, asombrarnos.  No está mal hacer lista de planes, del mismo modo que es bueno felicitarse y dar gracias por las cosas buenas.  Éste puede ser el año para dar crédito a nuestros deseos, espacio a nuestras inquietudes, amor a los demás.

2015 puede ser el año en que nos preguntemos por nuestra vocación, imprimamos un giro a nuestra existencia, empecemos verdaderamente a vivir.  Inaugurar el año es recibir de nuevo esa oportunidad.

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Nota:  En su primer Angelus del 2015 el Papa Francisco recordó en Roma a los fieles, congregados en la Plaza de San Pedro, la importancia de recordar la fecha del bautismo, invitándoles a que «busquen esa fecha y custodienla bien en el corazón» porque «al inicio de un nuevo año nos hace bien recordar el día de nuestro bautismo; redescubramos el regalo recibido en aquel sacramento que nos ha regenerado a la vida nueva:  la vida divina».

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Sonríe y habla

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–  Edurne Uriarte

Me encantó un piropo que recibí hace unos días. Y no porque me hiciera sentir más guapa o bella, no tenía que ver con eso, sino porque me hizo sentir mejor, más positiva y cercana a los demás. Me lo dijo un empleado de seguridad de un aeropuerto cuando pitó el detector a mi paso: “Es que lo tengo programado para que pite cuando pasan las mujeres guapas o bellas”. Y sé que lo dijo como respuesta a la amplia sonrisa con la que me asombré del pitido tras haberme despojado de casi todo lo que llevaba encima.

Una sonrisa por otra sonrisa. 

Una respuesta agradable a una actitud simpática. Hace todavía no mucho tiempo, seguramente me habría irritado, habría mirado con impaciencia al detector y a aquel chico, hasta me habría puesto a perorar sobre los controles absurdos, y él me habría devuelto una mirada de cansancio por tener que trabajar con gente impaciente y desagradable. Y, sin embargo, una sonrisa cambia a los demás y, aún más, te cambia a ti. No solo me sé la teoría, sino que creo firmemente en ella, pero me cuesta aplicarla, sumida como estoy buena parte del tiempo en cavilaciones o en el estrés profesional. 

Estoy por incluir el propósito de la sonrisa en los consejos sobre la filosofía de la Cábala que me han dado mis amigas argentinas. Ellas, como buenas argentinas que son, tienen, por supuesto, su psicólogo de cabecera, pero, además, se lo saben todo sobre prácticas de equilibrio emocional y felicidad. Y me recomiendan uno de los consejos de la Cábala: expresar confianza en el logro de los propósitos más deseados cada mañana antes de poner el pie en el suelo. Aprender a sonreír puede ser uno. 

Porque lo que sí practico abundantemente es la segunda receta del equilibrio emocional: hablar mucho. Y desde antes de haber leído al psiquiatra Luis Rojas Marcos y su idea de que “la mujer española vive mucho porque habla mucho”. Lo dice para explicar que sea la tercera más longeva del mundo, porque cree firmemente -yo también-, en la influencia del cerebro, de las emociones, en la fortaleza física. Y es que, dice Rojas Marcos, hablar es muy sano porque relaja la tensión emocional, te conecta a los demás y mejora tu capacidad para enfrentarte a malos momentos. 

Una pena que no podamos contar demasiado con los hombres para esta práctica. Porque un científico británico ha demostrado que es verdad esa sospecha de que no nos escuchan a partir de cierto momento. Pero hay una explicación biológica: la voz femenina agota sus cerebros. Una amiga y yo enviamos el recorte de prensa sobre tal investigación a dos hombres, pensando que se reirían. Pero no, se lo tomaron completamente en serio.

Por fin, la ciencia había entendido lo que les pasaba. No contemos con ellos para llegar a la longevidad a través de la conversación. De esto tendremos que ocuparnos solas.

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Cosas que nunca te he dicho

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–  Pablo Poó Gallardo

¿Sabes?  Cuando te has llevado toda la vida viviendo día a día, es muy difícil asimilar lo que te deparará el futuro cuando llegas a viejo.  Al fin y al cabo has pasado la mayor parte de tu vida siendo joven, y cuesta aclimatarse a este nuevo estatus.

Siempre me imaginé contigo; cómo imaginarme con otro, ¿verdad?  ¿Te das cuenta de que eres el único hombre que ha pasado por mi vida?  Yo era guapa, muy guapa si me apuras, no tienes más que mirar el cuadro que rescataste hace unos años del trastero para ponerlo en el salón y que nadie olvidara cómo había sido tu mujer, y podría haber estado con el hombre que hubiera querido, pero te elegí a ti.

Tienes que reconocer que no tenías nada del otro mundo, es más, eras hasta un poquito feo, reconócelo, pero tu dedicación al final valió la pena y cedí sin grandes esfuerzos. Qué años aquellos, los primeros, compartiendo casa con tus padres y tus hermanos, y aquella cama pequeña.  Y te insistí, mira si te insistí:  «Dos sueldos es mejor que uno, no se me van a caer los anillos por trabajar en lo primero que salga, es más, ¡pero si no llevo ni anillos!».

Pero no había manera, la verdad es que a terco no te gana nadie, y mira que soy testaruda, como mi padre, vendrá de familia, imagino, aunque esas cosas no sé si se heredan.  Querías darme una vida tan idílica que hasta te pusiste a estudiar de noche y trabajar de día mientras íbamos ahorrando como podíamos.

Hay veces que en el baño, dejas mal cerrado el grifo, y yo me quedo mirando como gota a gota, se termina casi llenando el lavabo.  Siempre lo cierras antes y me miras con las gafas empañadas por el vapor del agua de la bañera y la camisa remangada para no mojarla:  ¿Por qué no me has avisado?  Yo sonrío.  La verdad es que no te aviso porque me entretiene.  A lo que he llegado…

Poco a poco, como ese lavabo, fuimos ahorrando lo suficiente como para poder comprarnos un piso, en el barrio de tus padres, por supuesto.  Creo que nunca superaste una dependencia que, dada tu valía no entendía para nada.  Pero eras feliz cerca de ellos; además, hay que reconocer que con Juan ya en camino nos venía bien su ayuda.

¡Qué cara pusiste al saber que era niño!  Tú no te viste, como es lógico pero, de haberlo hecho, te habrías reído tanto como yo me reí, a pesar de la vergüenza que te dio que lo hiciera delante de aquel médico tan serio que te recomendó Miguel Vázquez, tu jefe de entonces, porque era Miguel Vázquez, ¿no?  Te quejarás de la memoria que tengo, es prácticamente el último vestigio de mí que me queda, por eso la mimo tanto, sin ella ya… mejor ni pensarlo.

La verdad es que los niños de ahora tienen de todo, ¿te imaginas haber tenido entonces las cosas que tiene ahora tu nieta Alba?  Nosotros nos aviábamos con menos, muchísimo menos, todo prestado, pero muy bien empleado.  Y si no hubiera sido porque tu madre me enseñó a coser, no sé qué ropitas le habríamos puesto, porque tu sueldo de conserje nos daba para lo justo, sin ninguna clase de excesos, pero eramos felices.

Y qué nervios en el hospital.  De haber tenido móviles, como ahora, te hubiera dado tiempo a llegar, pero estabas trabajando; que conste que no te lo reprocho, a fin de cuentas sólo te perdiste el primero, aprendiste la lección, y eso que juré no volver a pasar por aquello.  Qué dolor, ¡por Dios!  Pero salen, digo si salen.  Salen al final tan rápido como se olvida todo por lo que has pasado y, cuando quieres darte cuenta, estás otra vez embarazada. ¡Otra vez!  Aunque en aquella época era lo normal, más aún teniendo en cuenta que tus promesas prematrimoniales incluían muchos niños, cinco decías ¡cinco!, y se te llenaba la boca con un número que para ti significaba la realización completa de tu plan vital.

Yo tampoco quería tener tantos, la verdad.  Me había criado siendo hija única y, aunque tengo que reconocer que en alguna ocasión eché de menos el apoyo de un hermano, las amigas que conocí en el internado de las monjas suplieron con bastante éxito el rol fraternal.  ¿Dónde estarán ahora mismo?  Espero que ninguna haya terminado como yo. No las he vuelto a ver desde hace … me marea la cifra, toda una vida, dejémoslo ahí.  Tú lo llenabas todo y poco a poco nos fuimos dejando.  A saber.  Aunque ahora estoy recordando que Angélica vino a ver a Juan al hospital.  A Juan y a María, a partir de ahí ya le perdimos la pista.

María, tu segunda hija. María, como tu madre, con lo que me gustaba a mí el nombre de Elena; o Carmen, como yo.  Realmente se lo debíamos, se lo merecía.  Hasta que te ascendieron no habíamos podido seguir adelante únicamente con tu sueldo sin la ayuda de tus padres.  Pero yo siempre confié en ti, y supe que llegarías hasta donde quisieras, que es hasta dónde has llegado, aunque ahora te haya tocado sacrificar tu jubilación junto a este estorbo en el que siento que me he convertido.

No encuentro la manera ni de agradecerte lo que estás haciendo por mí, ni de pedirte perdón por todo esto;  es más, aunque intentara decírtelo, no me entenderías, porque no me entiendes cuando hablo, lo sé.  Nadie lo hace ya, y yo lo noto:  simulan, fingen que me entienden y se dedican a  contestarme con afirmaciones, con negaciones o con un «tú de eso no te preocupes».  Antes me importaba.  Intentaba por todos los medios repetir lo que había dicho, más despacio, pero esta maldita saliva que ya no me deja ni respirar se interponía en mi camino.

Ya he desistido, por eso os miro tanto, por eso abro tanto los ojos cuando habláis entre vosotros o cuando lo hacéis conmigo sin esperar más respuesta por mi parte que no sea un sonido, un movimiento de cabeza o una triste sonrisa; porque mi sonrisa ya no es lo que era, ¿verdad?  ¡Lo siento de verdad!  La impotencia me concome por dentro, esa es mi angustia diaria, porque no paro de pensar, ni un solo momento paro de pensar, pero esta prisión de incomunicación me está matando más lentamente que esta terrible enfermedad.

¿Qué hora es ya?  Deben de ser las ocho y media.  Desde aquí no veo el reloj, pero ya ha empezado ese programa de deportes que ves todos los días.  Y, después, la cena.  ¿Qué vamos a cenar hoy?  Hoy me apetecería una tortilla, que hace tiempo que no me la haces.  Y una pera, me gustan las peras, siempre, desde pequeña, han sido mi fruta preferida, aunque ahora me da miedo comerlas porque no es la primera vez que me atraganto con el jugo, y te pones nervioso y de mal humor.  ¿Hacemos un trato?  Te cambio la pera por un cigarro.  Me hace muchísima gracia verte encendiéndome el cigarro, tú, que siempre has renegado del tabaco; tú, que siempre venías a atosigarme con que tu mujer iba morir de cáncer.  Es irónica la vida. ¿verdad?  En este invierno perpetuo en el que vivimos, el cigarro es mi único placer cotidiano.

De todas maneras, tengo que reconocer que has aprendido a cocinar muy rápido, porque antes no pisabas la cocina; pero tranquilo, llegabas muy tarde de trabajar todos los días y a mí ha sido siempre algo que se me ha dado bien.  ¡Cómo disfrutabas con mis comidas de fin de semana!  ¿Recuerdas las Navidades del año pasado?  Fue la última vez que tuve fuerzas para preparar la cena de Nochebuena, con tu ayuda, claro, pero todavía podía hacerla yo.  Me alegraba mucho a la vez que me agobiaba verte tomando nota de todo:  por fin te involucrabas en una de mis grandes pasiones, pero tomabas nota porque no sabías si al año siguiente tendrías que hacerlo todo tú, conmigo de convidado de piedra, como este año.  Pero, al menos, siguen viniendo todos, los cinco.

No sé que pasará cuando faltemos;  toda la vida hemos intentado inculcarles el valor de permanecer unidos, ¿verdad?  Pero tienen caracteres muy fuertes y conforme han ido creciendo he ido notando en ellos un independentismo frente al resto de hermanos que no me ha gustado nada.  Aquí vienen y comen juntos, aunque algunos no se hablan entre ellos, lo sé.  Te escucho cuando te vas a la cocina a hablar por teléfono.  Cuando no puedes hablar, aprendes a escuchar.

Pero vienen a casa y fingen que no hay ningún problema, por mí.  Demasiados fingimientos para una persona tan adulta como yo;  a veces siento que me tratáis como a un niño pequeño, pero yo, a diferencia de ellos, me doy cuenta de todo.  Sé, por ejemplo, que Jesús no está bien con Laura.  Jesús, nuestro pequeño y el primero que se nos casó. No voy a hacer de madre dramática y decirle que se veía venir.  Hemos vivido más que nuestros hijos y hemos cometido los mismos errores que ellos, hasta más incluso, y sabemos las respuestas;  pero ellos quieren vivir a su manera y pocas veces nos han hecho caso.  Ya lo decía tu madre:  Nadie escarmienta en cabeza ajena.  Y no se debería haber casado.  Al menos con Laura, no.

Nunca pensé que reunirías el suficiente valor para decírselo;  yo no pude, pero veíamos que ese matrimonio no tenía buenos cimientos.  Una madre, y un padre, no te molestes, saben desde el principio cuándo una pareja es adecuada para un hijo; para eso los hemos criado y yo, incluso, hasta los he llevado dentro.  La tranquilidad que te aporta saber que está en buena compañía no la sentimos con Laura, pero ahora, ¿Qué hacen? Sin darse apenas cuenta se han visto rodeados por tres hijos, y cuando hay hijos de por medio vives más por ellos que por ti mismo, eso bien lo sabemos nosotros, que hemos pasado mucho.  Siempre juntos y sin dudar un momento, por eso estamos aquí, cuarenta y tres años después de nuestra boda, viviendo este improvisado epílogo que nos ha cogido por sorpresa.

Pero no pienso en la muerte, ¿sabes?  Hay veces, no te lo voy a negar, que me gustaría terminar con todo, dormir, descansar y no despertar.  Sé que no te gusta oírlo, que vas a estar ahí siempre, no sabes cuánto me gustaría estar ahí para ti también.

Me duele la espalda.  Paso las horas en este sofá y no quiero molestarte cada vez que me apetece cambiar de postura, por eso lo intento yo sola aunque no te guste, sin embargo ahora mismo cambiaría con gusto.  Pero estás tan embobado viendo el resumen del partido de ayer de tu equipo que no te quiero molestar.

–  ¿Qué me miras?  Llevas un rato que no me quitas el ojo de encima.  ¿Quieres algo?  Anda, acerca la boca, que te limpio…..

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 Nota:   Los lectores pueden seguir a este escritor en  Twitter  en la dirección @PabloPGallardo

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Aceptar las cosas como son

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–  Francesc Miralles

Una de las fuentes de sufrimiento más comunes en el ser humano es el deseo de que las cosas sean distintas a como realmente son.  Cuando un país pasa por una grave crisis, la población mira atrás y desea que todo fuera como antes, un antes que en su momento no se valoraba porque parecía aburrido o bien había otras aspiraciones.

Lo mismo sucede con las relaciones interpersonales.  Quien tiene por pareja a alguien silencioso desearía un carácter dicharachero, y este último pondrá de los nervios a quien convive con él un día tras otro.  ¿Por qué anhelamos siempre lo que no tenemos?

Nuestra forma de vida está tan basada en el cambio y el progreso, que a menudo valoramos negativamente la estabilidad sin saber cuál sería la alternativa.

La insatisfacción es lo que permite el progreso de la ciencia, las artes y todo lo que tiene que ver con la sociedad, pero cuando se vuelve crónica en nuestro día a día deja de ser un estímulo para teñir de negatividad nuestra vida.

Hay personas que, instaladas en la queja y la amargura, molestan a los demás -y a sí mismos- de forma totalmente estéril porque de nada sirve señalar lo que no funciona sin ofrecer soluciones.

Madame Bovary dio nombre a lo que el filósofo Jules de Gaultier denominaría «bovarismo».  Se trata de un estado de insatisfacción permanente a causa del desnivel entre las propias ilusiones y la realidad.  Sin abogar tampoco por el conformismo, si nuestras aspiraciones se hallan siempre a gran distancia de lo que tenemos, jamás alcanzaremos la serenidad.  Como el burro que persigue la zanahoria, podemos pasar la vida entera esperando «algo mejor» para descubrir al final que ya lo teníamos y no habíamos sabido verlo.

Los manuales de psicología han puesto de moda el verbo procrastinar, que significa postergar aquello que deberíamos hacer hoy.  Un aplazamiento que también se produce en un nivel existencial.  Muchas personas postergan la felicidad hasta que cambie la situación que están viviendo.  Se convencen de que cuando encuentren un trabajo mejor o la pareja ideal, por poner dos ejemplos, se darán permiso para disfrutar de la vida.  Sin embargo, este planteamiento tiene un fallo de origen, y es que nada resulta como esperábamos una vez que lo conseguimos.

Lo que ocurre es que muchas personas, cuando llega el momento tan largamente esperado o deseado sufren una desilusión;  entonces fijamos nuevos objetivos esperando que una vez alcanzados llegue, esta vez sí, el premio definitivo.  Sin embargo, esto no acostumbra a suceder, ya que más que insatisfacciones existen las personas insatisfechas.

Del mismo modo que nos resulta difícil aceptar las cosas como son, también nos cuesta aceptar a los demás, ya que su forma de pensar y reaccionar nunca coincidirá con nuestras expectativas.

Al hacer un favor a un vecino, nos duele si no obtenemos el mismo trato por su parte cuando lo necesitamos.  En el ámbito laboral, a menudo consideramos que los compañeros no cumplen con sus tareas, y el jefe o la jefa es un ser inútil que está dinamitando la empresa.

En esta clase de pensamientos está el punto de partida de la mayoría de conflictos interpersonales.  Al esperar que los demás se comporten de determinada forma les estamos negando el derecho a su identidad.  Además, al enfadarnos por estas diferencias obviamos algo muy importante:  ser o actuar de modo distinto a nosotros no tiene por qué ser negativo

Afortunadamente, cada persona tiene una combinación única de defectos y virtudes. Podemos aceptar su singularidad y sacar partido de las cosas buenas que nos ofrece, o bien, enrocarnos y señalar al otro como enemigo.

En 2002, Byron Katie publicó un libro orientado a acabar con la insatisfacción personal: Loving What Is.  Basado en aceptar y reconocer el valor de lo que configura nuestro entorno, no se trata de resignarse a lo que hay, sino de amar nuestras circunstancias para mejorar desde ese punto de partida.

Esta autora norteamericana sostiene que «la realidad es siempre más amable que las historias que contamos sobre ella», y que cualquier enfado que tengamos con los demás es, en el fondo, algo de nosotros mismos que nos molesta.  Por eso mismo desearíamos cambiarlos, porque es más fácil exigir la transformación del otro que la de uno mismo.

Convencida de que «lo que provoca nuestro sufrimiento no es el problema, sino lo que pensamos sobre el mismo», en su best seller propone que la persona insatisfecha se entregue al «trabajo», que empieza con las siguientes dos fases.

1.  Plasmar en un papel lo que no nos gusta.  Elegir una situación o una persona que nos desagrada y especificamos quién o qué provoca nuestra tristeza, qué es lo que no nos gusta y cómo debería ser para que estuviéramos satisfechos.   2.  Indagar en el problema a través de estas cuatro preguntas:  a) ¿Es eso verdad?   b) ¿Tienes la absoluta certeza de que eso es verdad?   c)  ¿Cómo reaccionas al tener este pensamiento?   d) ¿Quién serías sin él?

Byron Katie sostiene que ante un pensamiento negativo solo tenemos dos opciones:  o nos apegarnos a él o indagamos para comprenderlo.  Esa última actitud y una relación constructiva con nuestro entorno nos llevarán a un plano superior.

Una anécdota que se menciona en los talleres de superación personal tiene como protagonista a un violinista que en pleno concierto en Nueva York vio cómo se rompía una de las cuatro cuerdas de su violín.  En lugar de detenerse, decidió adaptar la melodía a las otras tres cuerdas, algo realmente difícil con este instrumento.  Cuando le preguntaron por qué había elegido esa opción, respondió:  «Hay momentos en los que la tarea del artista es saber cuánto puede llegar a hacer con lo que le queda».

Sin duda, la realidad nos pone a prueba y a menudo estamos expuestos a circunstancias indeseadas.  La cuerda rota del violinista tiene su equivalente, en la vida cotidiana, en situaciones con mucho menos público, pero más dolorosas.  En lugar de lamentar nuestra suerte, podemos preguntarnos qué es lo que nos queda y qué podemos hacer para restablecer el equilibrio en nuestra vida.

Para que vuelva a sonar la música, no obstante, es necesario aceptar las cosas como nos ha tocado vivirlas, ya que son un reto y un aprendizaje.  Al mismo tiempo, en lugar de buscar culpables, debemos aceptar a los demás y no fijarnos en su cuerda rota, sino en las otras tres que siguen tocando.

El escritor Eduard Punset nos ha dejado una reflexión:  «Hay vida antes de la muerte; disfrútala».

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En memoria de una madre ejemplar

Mons. Boza (1961)–  Mons. Eduardo Boza Masvidal  (1915-2003)

Hace pocos días Dios llamó hacia Sí a una viejecita cargada de años y de méritos, de cabellos de plata y de corazón de oro.  ¡Que hermosa lucía allí en su lecho de muerte, entregado ya su espíritu a Dios y con la serena tranquilidad de los justos reflejada en el rostro!  Esa viejecita era mi madre, y ciertamente entre los muchos beneficios que tengo que agradecer a Dios, uno de los más grandes es el de haberme dado una madre como ella, cristiana de cuerpo entero, retrato vivo de la «mujer fuerte» de la que nos habla la Sagrada Escritura.

Si quisiéramos resumir su vida bastaría con decir que fue una vida consagrada a su hogar, en el que cumplía a cabalidad la altísima misión de madre que Dios le había confiado,  Unida en matrimonio desde muy joven con un hombre de su mismo temple espiritual, aquellas dos vidas se fundieron en una, y ya desde entonces no vivió sino para su esposo y para sus hijos.  Ella no supo mucho de fiestas ni de bailes, de lujos ni de vanidades, pero sí supo de trabajo y de abnegación, de amor y de sacrificio.  Quince hijos suponen una rica corona de mérito para una madre que sabe serlo plenamente.  Fueron sus manos santas las que guiaron por primera vez nuestras manos de niño para trazar sobre nosotros el signo de la cruz, y en sus rodillas aprendimos a balbucear el nombre santo de Dios y aquellas sencillas e ingenuas oraciones infantiles:  «Con Dios me acuesto, con Dios me levanto…», y fue ella la que sembró tan profundamente en nuestro corazón la semilla de la fe y del amor a ese Padre celestial, que nadie la podrá ya nunca jamás arrancar.

Cada Primer Viernes de Mes antes de comer nos reunía a todos ante el viejo cuadro del Sagrado Corazón que presidía la sala familiar, para renovar la Consagración de la familia, y aún me parece oír su voz dulce que con acento de piedad honda leía la fórmula del Acto de Consagración en una libretica ya vieja, escrita de su puño y letra:  «Dígnate, Señor Jesús, entrar en esta casa que acepta el honor insigne de verte presidir nuestra familia…  Esta casa será tu refugio tan dulce como el de Betania…  Quédate con nosotros porque ya anochece y el mundo perverso quiere envolvernos en las tinieblas de sus negaciones y nosotros te queremos a Tí, y queremos que no otro reine sino sólo Tú…  Y cuando llegue la hora de la separación, cuando la muerte venga a cubrirnos de duelo, todos, Señor, tanto los que partan como los que queden, estaremos sumisos a tus decretos eternos, y nos consolaremos con el pensamiento de que llegará un día en el que toda la familia reunida en el cielo cantará para siempre tu gloria y tus beneficios».

Tenía la santa obsesión de la unión y de la paz en la familia.  Jamás vimos una escena violenta ni una palabra ofensiva entre ella y mi padre, y en los papeles suyos que hemos encontrado después de su fallecimiento, siempre el mismo consejo:  sean muy unidos y que nunca los intereses materiales los dividan.

Cada noche antes de acostarnos, íbamos a pedirle la bendición a ella y a mi padre.  Recuerdo con qué filial respeto yo le besaba entonces a ella la mano y ella me besaba a mi en la frente, y recuerdo también las palabras con que acompañaba mi padre aquel gesto de bendición:  Que Dios te haga santo.  Si algún día habíamos cometido alguna falta especial, para hacernos reconocerla y rectificarla no necesitaba ella de golpes ni de gritos.  Bastaba que aquella noche no nos diera el beso de siempre.  Aquello era el castigo más grande que nos podían imponer.  Aquella noche no se podía dormir, y cuanto antes había que recobrar con el arrepentimiento el derecho a aquel beso.

Después entré en el Seminario y pasé varios años fuera de casa, hasta que llegó un día en que fue ella la que vino a besarme las manos a mí:  ya era sacerdote.  Y desde entonces ¡cómo le gustaba besarme las manos cada vez que me veía!  Confieso que yo sentía una cosa extraña, un íntimo rubor de que ella me tratara con tanto respeto, pero comprendí que no tenía derecho a impedirle que besara las manos de Cristo, de un Cristo que era suyo.  Y creo que puedo decir sin temor de inspirar celos a mis hermanos que desde entonces me quiso el doble:  por hijo y por sacerdote

Un feliz día ella y mi padre se postraron ante el altar de mi sacrificio para celebrar las Bodas de Oro de su matrimonio:  habían pasado cincuenta años, pero seguían el mismo amor y la misma fidelidad, se querían como entonces.  Después una mañana, de pronto, sin que precediera enfermedad, sin previo aviso, Dios se llevó a mi padre.  Aquello fue para ella un golpe muy duro, pero sólo sirvió para purificar más su alma en el crisol del dolor y unirla más con Dios.

En sus últimos años, ya casi sin poder caminar, siempre se sentía ágil y dispuesta para ir a la Parroquia de la Caridad a oír la misa mía y su delicia era comulgar de mis manos, porque ella sentía que en aquella misa ella tenía mucha parte.  En la Parroquia, ella era la abuela:  yo era el hijo que le había dado más nietos, y cuando yo iba a verla a casa, a la hora de despedirse me agarraba las manos y no acertaba a soltarme.  Tuve también el privilegio de ser su confesor durante doce años, el confesor de aquella alma privilegiada, y ver los tesoros de riqueza espiritual que albergaba en su corazón.

Cuando me consagraron Obispo, ella quiso poner en mi pectoral seis pequeños brillantes de una sortija que, desde su juventud, le había regalado mi padre, y que fue tal vez la única prenda que lució en aquellas manos sencillas y laboriosas.  El valor material de aquellos pequeños brillantes no debe ser mucho, pero su valor espiritual sí es muy grande, porque ellos fueron testigos de toda una vida de sacrificio, de deber cumplido humilde y sencillamente, con la naturalidad con que saben ser heroicas las almas grandes.  Después vino la inmovilidad:  primero el andar un poco en su silla de ruedas por la casa; luego el permanecer largos meses postrada en una cama, con el rostro siempre sereno, y sin que saliera nunca de sus labios una queja ni una palabra de inconformidad.

Escribo estas líneas veinte días después de su muerte, a bordo del Covadonga, expulsado de Cuba (1), y le doy gracias a Dios de que en su sabia Providencia me permitió estar con ella hasta el fin, llevarle a Cristo hasta su lecho de enferma en el regalo supremo del Santo Viático, ungir sus miembros y sus sentidos con el Óleo santo, y acompañarla en sus últimos momentos en aquella noche dolorosa del 31 de agosto en la que todos juntos alrededor de su cama rezábamos las preces de la Recomendación del Alma.  Siempre me han impresionado estas oraciones de los agonizantes.  ¡Cómo respiran consuelo y esperanza!  Parece que la Iglesia no está despidiendo a uno que se va, sino avisando a la Iglesia triunfante que prepare el recibimiento a uno que va a llegar.

Nunca repetí con tanta seguridad como aquella noche las palabras de la oración litúrgica:  «Que te salga al encuentro el espléndido coro de los ángeles, el senado de los apóstoles, el ejército triunfador de los mártires, la turba brillante de los confesores y el coro alegre de las vírgenes; que te llene de esperanza San José, patrono de los moribundos, y la Virgen María vuelva hacia tí sus ojos benignos, y que el mismo Cristo Jesús se te presente con rostro alegre y festivo y ordene colocarte entre los suyos».

Terminada la Recomendación del Alma le dí la última absolución, y a los pocos minutos su alma voló a unirse con Dios.  Entonces le dije el primer responso que pone el Ritual para el momento mismo de la muerte, y que es como el aviso de la llegada, dado ya en los umbrales de la vida eterna:  «Venid, santos de Dios; salidle al encuentro, ángeles del Señor, para recibir su alma y presentarla en la presencia del Altísimo».  Nunca me sentí tan seguro de que estas palabras se estaban cumpliendo.

La Iglesia militante había perdido una madre cristiana y ejemplar, pero era para enriquecer a la Iglesia triunfante con un nuevo miembro.  Ella ha ido a unirse con nuestro padre y con los tres hermanos que se fueron antes, y allí está velando por nosotros, y allí espera segura que se convierta en realidad el deseo tantas veces expresado por ella en la oración de los Primeros Viernes:  llegará el día en que toda la familia, reunida en el cielo, cantará para siempre la gloria de Dios.

(1)  Nota del Editor:  El 17 de septiembre de 1961 Mons. Eduardo Boza Masvidal fue expulsado de Cuba, junto a 132 sacerdotes y religiosos (32 de ellos cubanos y el resto de diversas nacionalidades), en el buque español Covadonga atracado en el puerto de La Habana.  Viajaron de forma precaria en la bodega del barco, que hacía el itinerario Veracruz-La Habana-La Coruña con una capacidad de 349 pasajeros y estaba completo. Véase a este respecto el artículo de Mons, Agustín A. Román en el siguiente enlace:

http://cuba.blogspot.com.es/2010/05/la-expulsion-de-los-sacerdotes-de-cuba.html

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En la imagen que figura supra puede verse a Mons. Eduardo Boza Masvidal a su llegada a Madrid en 1961, pocos días después de que fuera expulsado de Cuba, rodeado de un grupo de jóvenes universitarios cubanos que residían en el Colegio Mayor Pío XII, ubicado en la Ciudad Universitaria de Madrid.  Entre esos universitarios cubanos se encuentran los lectores de Cuadernos de Pozos Dulces Francisco Aramendía, Ricardo Cué, Vicente Cué, Alberto Sala y J.L. Urréchaga.

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Este artículo de Mons. Eduardo Boza Masvidal forma parte del libro Voz en el desierto, publicado por la Editorial Ideal, Coral Gables, Fl.  Pueden solicitarse ejemplares del libro en el e-mail:  ideal@idealpress.com

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