– Raimón Samsó
Desde la niñez vamos construyendo una identidad inventada, que a la larga será la causa de algunos conflictos personales. Ese falso yo recibe el nombre de ego. Una especie de segunda identidad que nos hace difícil saber quiénes somos en realidad y de dónde proceden nuestros problemas.
Todas las relaciones personales: familia, amigos, pareja y trabajo… se ven sacudidas por conflictos, más grandes o más pequeños, de forma recurrente. A veces, cuando una relación parece ir bien, otra empeora. Las relaciones entre las personas se convierten en una montaña rusa de altibajos, avances y retrocesos. Nunca parece que vayan a arreglarse definitivamente del todo. Siempre el mismo tipo de conflictos… la vida se hace difícil.
Y en ese punto, las personas suelen decir algo así como que «las relaciones son difíciles», cuando en verdad es el que hace esa afirmación quien es difícil.
Tal vez deberíamos en algún momento examinar y cuestionar nuestros comportamientos y creencias gobernadas por el ego. Para definirnos recurrimos al uso de referencias externas convencionales o etiquetas. A la mente le gusta poner nombres a todo para tratar de comprenderlo. El ego es una autoimagen que se basa en identificaciones tales como: un nombre, una edad, un estado civil, un rol familiar, unas posesiones, una nacionalidad, un pasado, una profesión, unas creencias, un cuerpo, una educación, una religión, un sexo, unos logros y fracasos… Todos los egos en realidad son iguales, ya que consisten en una identificación, y por tanto solo se diferencian en la superficie, pero no en el fondo. Las personas nos acabamos contando una historia, y quien se apegue más a la suya será quien sufrirá más, porque será incapaz de vivir de otra manera.
El autoengaño tiene muchos nombres. Al ego se le conoce también por autoimagen, yo construido, falso yo o yo fabricado, pero en realidad no importa el nombre, sino darse cuenta de que se trata de una creación mental. Una falsa identidad no real. Es importante que detectemos en qué momento se encuentra en activo. Esto ocurre cuando nos suceden cosas como querer tener razón a toda costa, quejarse y sentirse víctima, ser incapaz de perdonar, juzgar y etiquetar a las personas, atacar o defenderse de comportamientos, reaccionar impulsivamente o establecer diferencias.
Por otro lado, cuando desactivamos el ego perdemos interés por discutir, competir, agredir, criticar, estar a la defensiva, juzgar… Esto no significa que seamos pasivos, sino que habremos elegido antes que nada la paz mental en toda situación, algo que solo se consigue siendo muy activo (eligiendo decisiones sabias) y no lo contrario (reaccionando como un autómata).
El juego preferido del ego es tratar de cambiar a los demás, sin esforzarse por cambiar uno mismo. Un antiguo proverbio chino nos dice que «es más fácil variar el curso de un río que el carácter de una persona». Así es, y sin embargo, una y otra vez se vive con la ilusión de hacer pasar a los demás por los guiones que hemos inventado para ellos, como si alguien pudiera saber qué es lo mejor.
Renunciar a la posesión imaginaria del constructo mental que es el ego no es sencillo. ¿Cómo desprenderse de una identidad forjada a lo largo de toda una vida? Parece como una pequeña muerte, y en realidad lo es, pero servirá para renacer a una nueva vida libre de apegos y aversiones, y por ello más feliz.
Hay muchas técnicas y teorías sobre cómo acabar con el ego, pero tal vez la menos conocida sea matarlo de aburrimiento, o sea no haciéndole caso. ¿Y cómo se hace eso? Dejando de reaccionar desde el ego a los otros egos, no saltando a la mínima provocación o reaccionando mecánicamente. Se trata de dar una respuesta elaborada y elegida, sin darle el micrófono o el protagonismo a esa vocecita parlanchina y engreída que hay dentro de cada uno y que siempre busca líos. En la mayoría de los casos, cuando se dice «yo» es el ego el que habla.
El final de los problemas es no reaccionar al ego de las otras personas. Pero, ¿cómo no hacerlo ante un comportamiento desagradable? Es sencillo de decir, aunque no fácil de hacer. La clave está en comprender que su comportamiento disfuncional está dictado por su ego. Que no procede de la persona en sí, sino de sus condicionamientos adquiridos en el pasado. Y entender que todos llevamos un ego a cuestas, y que todos sucumbimos a sus desvaríos de vez en cuando… Tener en cuenta todo esto ayuda a comprender (aunque no a justificar) comportamientos disfuncionales y, por tanto, a no reaccionar ante ellos.
El contexto donde los egos suelen entrar en conflicto son las relaciones de todo tipo: familiares, sociales, profesionales y de pareja… Uno podría pensar que cambiando las relaciones se solucionaría el problema. Pero no es así. Eludir las relaciones no es la solución, ya que el dolor sigue latente en el inconsciente. Sin duda, el problema reaparecerá, esta vez en otro lugar, en otro momento y con otra persona.
Solo resolveremos estas cuestiones si dejamos de juzgar y criticar, si aceptamos a los otros tal y como son, sin ningún deseo de cambiarlos, ni tan siquiera por su bien.
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