– Rubén Amón
Debieron sentirse niños otra vez Martha Argerich (junio 1941) y Daniel Barenboim (noviembre 1942) recientemente en Berlín. Niños como cuando tenían cinco años y jugaban debajo del piano. Y encima. Cuando jugaban en el teclado, más o menos ajenos al diagnóstico de prodigios con que fueron identificados a cuenta de su talentazo.
Argentinos los dos. De Buenos Aires ambos. Amigos desde la infancia. Jugaban al piano como jugaron en Berlin. Lástima que la lengua española no se parezca a la francesa (jouer), la inglesa (play) y la alemana (spielen) cuando se trata de confundir el verbo interpretar con jugar. Hicieron las dos cosas Argerich y Barenboim, pero evocaron sólo una. Evocaron la edad de los prodigios, su niñez bonaerense.
“¿Qué queda del niño prodigio?”, pregunté hace tiempo a Barenboim. Y Barenboim respondió que del prodigio quedaba el niño. Quedaba la ingenuidad ante la música, la capacidad de asombro. Quedaba la curiosidad, la pureza, la oportunidad de asomarse a una partitura como si fuera la primera vez.
Ya decía Pablo Picasso (1881-1973) que tuvo que cumplir 80 años para pintar como un niño. Menos años tienen Barenboim (71) y Argerich (73), pero el concierto a cuatro manos (1) celebrado en la Philarmonie berlinesa se atuvo no tanto a una regresión psicoanalítica como a una ceremonia de la ingenuidad y de la fascinación.
La ternura de Barenboim arropando a Martha. Mirándola de reojo. Llevándola de la mano por el escenario para saludar a los espectadores. Rescatándola de la timidez y de la misantropía. Protegiéndola como un macho alfa de los flashes y de los ultras que jaleaban a la pareja en la definición estricta y ortodoxa de un concierto “histórico”.
Tanto se ha pervertido el adjetivo “histórico” que se antoja hueco para definir la dimensión artística y creativa del concierto berlinés. Más aún cuando los niños prodigio cedieron el asiento a los prodigios septuagenarios, virtuosos y sublimes ambos, desgranando la versión pianística de La consagración de la primavera.
Sacaba el uno lo mejor del otro. Parecían Kasparov y Karpov jugando a la vez con las piezas blancas y las negras. Que son los colores del piano. Y el pretexto de un homenaje a Stravinsky que derivó de la profundidad al tumulto, en una versión que evocaba el calor y el color de una orquesta sinfónica incandescente.
Sobrevinieron los clamores y propinas (Rachmaninov primero, Milhaud después) y se reprodujo el paseo de Daniel y Martha sobre el escenario, como dos niños de Buenos Aires con el pelo cárdeno y la sabiduría en las entradas. Tan sabios, que los pianos estaban como podían no estarlo. Se habían inmaterializado.
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(1) Para ver vídeo hacer clic en (azul): Véase en Internet
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