– Maruja Torres
Un amigo mío pasó a visitarme y, al no hallarme en casa, deslizó una nota manuscrita por debajo de la puerta. Cuando llegué, recogí el papel y le dirigí, antes de leer su contenido, una ojeada de extrañeza… La nota estaba escrita en castellano. No tenía firma como suele ocurrir con las personas con quienes mantenemos una relación regular y con quienes compartimos guiños o pequeñas complicidades, incluso triquiñuelas semánticas.
Al leerla, reconocí a su autor por el tono. Pero lo que me dejó helada, como un descubrimiento indeseado, la pérdida de un bien -en otro tiempo querido, pero ya escamoteado- que ya no podré recuperar, fue que no reconocí su letra. Comprendí que no la había visto nunca. Mi amigo y yo, como tanta gente que ha empezado a relacionarse cuando ya se encontraba en marcha el hábito de la comunicación a través de correos electrónicos y SMS ignoramos cómo es la letra del otro.
Darse la mano -los apretones fuertes, tan preciados; la manita floja, sudorosa, mala señal- es un hábito que se perdió en algún momento, cuando colectivamente decidimos que besarse en las mejillas o en el aire a la primera de cambio era lo pertinente. Averiguar cómo tenía la letra el otro -o la otra-, fueran candidatos o no a parejas o amigos… Eso también era importante.
Cuando los compañeros del alma que nos acompañaban en nuestro descubrimiento de la vida nos dirigían extensas misivas a las que correspondíamos con no menos interminables respuestas, ¿cuál no era la importancia de su letra apretada, de sus folios aprovechados casi más allá de los márgenes? Recuerdo los caracteres de su letra como recuerdo el rostro de cada amigo temprano con quien mantuve contacto epistolar. Recuerdo el sobresalto, la emoción que sentía al distinguir su letra en el sobre. Pero de mis amigos de ahora no conozco la letra. Ni ellos la mía.
Los sentimientos no cambian. Idéntica emoción me produce ahora leer el nombre del remitente de un e-mail que mejora y anima mis días. Pero por el camino hemos perdido algo que era de nosotros más que cualquier dirección de correo internáutico.
Mi banco tiene mi firma -y la electrónica también, por supuesto-, mis amables lectores tienen dedicatorias con esa caligrafía a menudo impostada -o apresurada: desgarbada, torpe- que les entregamos en los días convenidos; yo recibo ramos de flores con tarjetas, pero seguramente la frase agradable que aparece escrita es de la secretaria, que posiblemente también las haya elegido, o incluso de la florista, que está en todo. Notas de los empleados… Lectores también: de los que suelen todavía escribir a mano, cuánto agradecería que lo hicieran por correo electrónico; por cierto, me cuesta mucho menos responder. ¿Contradicciones? Bien está lo que nos facilita la cotidianidad, sería incapaz de retroceder. Pero es que creo que, entre amigos, al menos nuestras letras las deberíamos conocer.
Mis cuadernos, mis libretas de todo tipo y formas reciben mis confidencias a mano. Tal vez éste sea el destino de la caligrafía, en el presente -y ojalá al menos eso se conserve en el futuro-, la intimidad, el secreto, cuadernos que nos acompañan, hundidos en el bolso, o en la mesilla de noche, al alcance de la mano. Cuántas veces no me he dormido mientras escribía y, al abrir los ojos, las curvas de mi letra en un mazo de papel que casi tenía abrazado me han permitido atravesar el vacío que se abría entre mis sueños y los fraudes que les aguardaban.
Hay una forma de hacerse con la letra de las personas sin que parezcamos extravagantes:
– ¿Tienes correo electrónico?
– Sí, claro, por aquí tengo una tarjeta…
– No importa, mejor me lo escribes aquí. Mira, yo te escribo el mío en esta hoja.
Es poco, ya lo sé. Pero es mejor que nada.
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