El verdadero sentido de la buena educación

  Gabriel García de Oro

La clave de cualquier manual del buen comportamiento es no molestar y tratar al otro como nos gustaría que nos tratasen a nosotros.  Hay que hacer que la persona se sienta cómoda, mostrar respeto y cierta sensibilidad hacia sus sentimientos, creencias o formas de vida.

Algunas formas se quedan obsoletas y otras valen en un país y no en otro.  Sin embargo, devolver el saludo, estornudar con moderación, no hablar a gritos, no devorar la comida o dejar salir antes de entrar son gestos universales que todo el mundo aprecia.  Y que llevamos siglos poniendo en práctica, como demuestra el libro  De la urbanidad en las maneras de los niños  que escribió Erasmo de Rotterdam (1) en el siglo XVI.  Este ensayo fue un auténtico best seller de la época, lo que indica que los ciudadanos del Renacimiento ya estaban muy interesados en todo lo relativo a la convivencia.  Porque de eso se trata.  De coexistir.  Sobre todo de adaptarse y no imponer tus reglas.

Para ofrecer lo mejor a los demás tenemos que empezar por nosotros mismos.  Lo primero que debemos hacer para ser educados es no flagelarnos y buscar la armonía interior.  Si no estamos contentos, o nos creemos que nuestros problemas son más importantes que los del resto, difícilmente veremos lo que pasa a nuestro alrededor y, menos aún nos preocupará cómo actuar de cara al exterior.  El secreto de los buenos modales y su poder transformador es justamente ese:  estar bien con uno mismo.  Tratarnos con corrección para luego comportarnos así con el otro.

Pero ¿cómo lo ponemos en práctica?  Estas cinco pistas nos pueden ayudar a interiorizar la importancia que tienen algunos gestos en nuestra rutina.

1.  Dar los buenos días.

Tal vez sea la regla más básica del civismo, pero cada vez se practica menos.  Vivimos tan angustiados y estresados, o tan metidos en nuestro mundo, que nos olvidamos muchas veces de saludar al compañero de trabajo o al vecino.  Lo primero que debemos hacer para cambiar de actitud es darnos los buenos días a nosotros mismos.  Desearnos lo mejor, llenarnos de buenos propósitos, de gratitud ante la jornada que empieza.  Esto nos ayudará a encarar de una manera más amable el día.  

2.  Hablar con corrección.

En no pocas ocasiones usamos expresiones como «que tonto soy», «lo he hecho fatal» o «me siento un inútil» para referirnos a nosotros mismos.  El lenguaje autodestructivo refleja inseguridades.  Y esos complejos nos vuelven personas amargadas y tristes.  También utilizamos consciente o inconscientemente palabrotas que pueden generar mal ambiente.  Hay que quererse más para querer más al otro.  Si no, entraremos en una espiral de resentimiento que repercutirá en nuestro comportamiento.

3.  Saber escuchar.

Lógico.  Una persona educada es aquella que no solo (2) habla con pulcritud y utiliza un lenguaje apropiado. También escucha atentamente y presta atención a las necesidades y sentimientos de los demás.

4.  Sonríe.

Cuando lo hacemos demostramos comprensión y empatía.  Tal vez sea la manera más simple de comunicarse entre los seres humanos.  Aunque no hablemos la misma lengua, todos entendemos una sonrisa.  Si nos esforzamos por sonreír más, en el fondo, estaremos generando un buen ambiente interior que se trasladará al exterior.

5.  Sé detallista.

Hay que tener presentes esas pequeñas cosas que poco a poco van construyendo un buen clima.  Para eso hemos de prestar atención a lo que acontece en nuestra vida cotidiana.  Por ejemplo. ceder el asiento a una mujer embarazada es una cuestión de fijarse en quién se tiene alrededor.  Será más fácil si nos olvidamos un minuto de mirar el teléfono móvil (cellular) y observamos a la gente que viaja con nosotros en el metro o en el autobús.  O abrir la puerta a aquella persona que va cargada con la compra.  O regalar unas flores solo porque sabemos que a ese amigo nuestro le encantan.

Con nosotros pasa lo mismo, si nos damos ese pequeño capricho, ese momento de calma, de mimo y cuidado, nos sentiremos mejor y, a su vez, haremos sentir mejor a los demás.

(1)  El sacerdote Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue un filósofo, teólogo, humanista y escritor, que marcó el pensamiento de una época y nos dejó una serie de frases esenciales en el movimiento renacentista de la época recogidas en su libro Adagia [Adagio] (Ed. Aldo Manucio, Venecia, 1508).   Citamos dos de ellas:  Llorar lágrimas de cocodrilo y Más vale prevenir que curar.

(2)  Es probable que muchos lectores procedan de un sistema educativo que diferenciaba «sólo» (adverbio) de «solo» (adjetivo).  En el colegio nos enseñaban que siempre que pudiéramos sustituir la palabra «solo» por «solamente» debíamos tildar el término (sólo = solamente»).  Sin embargo, la Real Academia Española en la última edición de su Ortografía (RAE, 2010) determinó que «solo» nunca llevaría tilde, independientemente de que fuera un adjetivo o un adverbio.  Debe ser el contexto el que determine qué tipo de palabra estamos utilizando.

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El selfie (1513) de Leonardo da Vinci

  Laura Revuelta

París y el Louvre atesoran la Mona Lisa, pero hay que señalar que Turín y su Biblioteca Real poseen el más famoso de los autorretratos (ver imagen supra) del más enigmático de los artistas: Leonardo da Vinci (1452-1519), cuya magia, mitología y mitomanía no tiene  -ni se le prevé-  fin.  Fue realizado en 1513 sobre una lámina de papel, utilizando para el dibujo una tiza roja natural.

Si la traducción literal de selfie equivale a autorretrato, resulta totalmente lícito que vayamos a la pintura y sus autores clásicos para fijar el origen de esta última moda.  Antes de que el selfie se estampara en la imagen de la pantalla de un móvil / cellular para uso y abuso de toda persona con ganas de gloria digital, tuvimos que pasar por el Renacimiento europeo (siglos XV – XVI) y su reivindicación del individuo como objeto artístico, centro de atención del cuadro y su cuadratura estética.

Tzvetan Todorov (1939-2017) en su ensayo Elogio del individuo, traza este punto de partida:  «En un momento de la Historia de la pintura europea, se introducen individuos en las imágenes.  No se trata de seres humanos en general, ni de encarnaciones de una otra categoría moral o social, sino de personas concretas provistas de nombre y biografía.  En otras palabras, entonces surge el género del retrato».  Basta con avanzar un poco para que, en ese espejo que es el lienzo en blanco, se mire el propio autor.  El artista abandona el estatus de segunda fila.  Pasa a ser un valor en el mercado y, por ende, a estar orgulloso de sí mismo, de su centro de gravedad artística y también de su proyección hacia la inmortalidad.

No es estrictamente cierto que Leonardo da Vinci realizara el primer autorretrato pero, sin duda, sí el de las más profundas convicciones.  Cronológicamente Alberto Durero (1471-1528) data en 1498 y firma el cuadro que atesora actualmente el Museo del Prado en Madrid, con el artista flamenco de frente, serio y hermoso, tan encantado de sí mismo en este lienzo como en todos los que ejecuta (unos cuantos) a su imagen y semejanza.

De aquel Renacimiento en la pintura flamenca a estos lodos del selfie no hay más que dar tiempo al tiempo, y ver cómo desfilan toda clase de artistas y obsesiones en versión cuadro, foto o performance.

Leonardo da Vinci, en el primer selfie de la historia mira de frente y con la sinceridad absoluta de quien sabe que se está autorretratando el alma y no se pone ni un pelo de más  En 1840 Carlos Alberto de Saboya adquirió el dibujo a un coleccionista y, desde entonces, permanece en Turín.

Nota:  El dibujo realizado sobre papel hace más de quinientos años mide 33 cm de alto por 21 cm de ancho (12.99 x 8.26 pulgadas) y sufre el inevitable paso del tiempo. Actualmente su estado de conservación es preocupante. La obra se mantiene guardada desde 1998 en una bóveda subterránea de la Biblioteca Real de Turín.  La luz que ilumina el habitáculo es exclusivamente de fibra óptica ya que los expertos consideran que la luz natural podría dañar aún más el dibujo.  Se mantiene el recinto a una temperatura constante de menos 20 grados Celsius, con una humedad fijada en un porcentaje inferior a 55.  Las características del cristal utilizado son específicas para la preservación de esa obra de arte en las mejores condiciones posibles.

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Parar el reloj y vivir intensamente

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–  Fernando Trías de Bes

Llevar una vida rutinaria no exime de experimentar aventuras.  El tiempo es el que es.  En nuestra mano está decidir cómo queremos disfrutarlo.

El protagonista de la película Una cuestión de tiempo  [About Time, Richard Curtis, 2013] pertenece a una familia cuyos miembros tienen un don especial: pueden viajar a lugares y momentos donde han estado antes.  Esta peculiaridad les permite deshacer decisiones y corregir errores para mejorar sus vidas.  Hacia el final de la película, el personaje se da cuenta de que su vida ha estado bien tal y como ha sido, y que no desea volver atrás.

Tal vez sea éste el máximo anhelo de cualquiera de nosotros.  Llegar al final de nuestras vidas y poder decirnos a nosotros mismos: «Ha estado bien así, si volviera a vivir no cambiaría nada». La pregunta es si alcanzar tal nivel de satisfacción no depende tanto del número y variedad de vivencias como de la intensidad con las que se han afrontado.

La magnífica película Up, de Walt Disney-Pixar [Peter Docter / Bob Peterson, 2009], refleja muy bien este sentimiento cuando el personaje principal, un anciano viudo que no pudo brindar a su fallecida esposa ninguna de las aventuras que soñaron de niños, descubre que su mujer ha rellenado el álbum de fotos de todos los viajes que iban a realizar con las fotografías de sus vidas en casa y en una nota ha dejado escrito:  «Gracias por la aventura».  Lo que ha vivido con su marido, poco o mucho, ella lo apreció como un gran acontecimiento.  Es una secuencia preciosa que nos enseña que lo importante es el sentido que queramos otorgar a nuestras vivencias y no tanto lo que en sí acontece.  Se puede llevar una vida rutinaria y vivirla intensamente.

Sin embargo, es muy difícil hacer valer esta actitud.  La oferta de posibilidades, alternativas, destinos turísticos, las innumerables posibles relaciones personales y caminos que abren las redes sociales ejercen una enorme presión sobre el individuo de hoy.  Las relaciones de la sociedad líquida, que postuló el sociólogo Zygmunt Bauman, prueban que el ser humano opta cada vez más por no solidificar las relaciones, no materializarlas ni mantenerlas en pos de una posibilidad eternamente cambiante.

Desde mi punto de vista, hemos ido pasando de una sociedad líquida a otra multidimensional o poliédrica.  Cuando realizamos una actividad, perseguimos hacer otra al mismo tiempo.  Es habitual que los fabricantes de cintas de correr instalen en ellas televisiones para seguir el partido de fútbol o las noticias mientras se practica deporte; vemos televisión en casa mientras chateamos o navegamos con nuestro móvil / cellular. Incluso las propias cadenas de televisión rotulan en pantalla durante los debates y entrevistas lo que los televidentes tuitean sobre lo que se está diciendo.  Parece como si vivir únicamente una realidad fuera insuficiente.

Es ya habitual ver a parejas en un restaurante que combinan la conversación entre sí con otras a través del móvil o terceras personas. No se trata de una crítica tipo «cualquier tiempo pasado fue mejor».  Lo que quiere explicar este ejemplo es que cuando se instala en el ser humano una insuficiencia constante sobre el presente, se ancla al mismo tiempo una creencia deficitaria de la vida y, por tanto, la probable conclusión de que la existencia no haya sido plena.  Un deseo perentorio por multiplicar el presente desemboca en una insatisfacción del pasado.

Olvidamos que presente significa regalo.  Los regalos se disfrutan, se saborean y aprecian. Vivir intensamente obliga a parar el reloj, a no pensar en otra cosa más que en lo que se está experimentando.  El tiempo es el que es.  Lo único que está en nuestra mano es decidir cómo queremos disfrutarlo.  Tiempo de calidad, no cantidad de tiempo.

Fijémonos en los niños: cuando son pequeños y juegan con algo lo hacen sólo con eso. De acuerdo, la aparición de un nuevo estímulo los puede hacer abandonar lo que tienen entre manos y dirigirse a otro asunto con suma facilidad.  Pero es debido a la curiosidad. Su percepción del tiempo es inexistente.  Su presente es absoluto y a él se entregan con los cinco sentidos.

En el ámbito profesional las consecuencias sobre este concepto, a partir de nuestras decisiones, son trascendentales porque no podemos cambiar cada dos meses de ocupación. Publiqué hace ya muchos años un libro titulado El vendedor de tiempo (1).  El protagonista envasaba minutos en frasquitos y los ponía a la venta.  La gente se volvía loca y se echaba a la calle a comprar.  En realidad, el tiempo que adquirían era suyo pues era el mismo que iban a vivir, pero el desembolso con dinero propio les daba libertad para emplearlo en otras cosas.  Las decisiones profesionales son ventas de espacio que nos pertenece y con el que negociamos, pero no en frasquitos, sino en grandes contenedores.  Nos comprometemos cada vez que firmamos un contrato, asumimos un encargo, proyecto, función o tarea.

Por eso hemos de ser exigentes.  Las transacciones de tiempo propio, personal o profesional, son el principal causante de llegar al final de nuestras vidas y pensar que deberíamos haber vivido de otro modo.  Para evitarlo, es bueno preguntarse a menudo a sí mismo:  «Qué haría yo si no tuviese miedo?  ¿Qué haría yo si supiera decir no?».

(1)  Fernando Trías de Bes, El vendedor de tiempo:  una sátira sobre el sistema económico, Ed. Empresa Activa, Barcelona, 2005, 144 págs.

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Escribir a mano

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–  José Antonio Millán

«Anota mi dirección».  «No; mándamela por SMS…».  Este diálogo actual refleja muy bien el retroceso de la escritura a mano.  Un padre aún puede escribir a sus hijos instrucciones para la comida en una nota colocada en el frigorífico, pero más probablemente se las enviará tecleando en su móvil / cellular.  En la vida pública, el último reducto del manuscrito es la receta del médico, esos garabatos que solo el farmacéutico puede descifrar.  O quizá los grafitis en los muros:  consignas políticas, declaraciones amorosas o los barrocos tags de los grafiteros.  No es de extrañar, pues, que hay quien proponga que los colegios dejen de enseñar a escribir y lo sustituyan por clases de uso del teclado y escritura a dos pulgares.  En el terreno digital, las tabletas, que por su pequeño tamaño tienen teclados incómodos, pueden coexistir con la escritura manual: algunas transforman lo que se escribe con un lápiz especial sobre la pantalla en un texto «de ordenador / pc».

A diferencia del habla, que es una función natural, la escritura es artificial.  Un niño en contacto con hablantes de cualquier lengua la adquirirá sin darse cuenta.  Pero la escritura es un código creado por la civilización, a veces independientemente, como ocurrió con siglos de diferencia en Mesopotamia y Centroamérica.  Hay escrituras alfabéticas (la del español que es casi fonética, o la hebrea, solo de consonantes), las hay que representan sílabas (como el hiragana japonés) y otras en las que un carácter puede tener una parte semántica y otra fonética (como el chino).

Casi todas las culturas escritas tienen ciertas formas de uso cotidiano y otras cuidadas y que se consideran más bellas:  estas constituyen la caligrafía.  En Occidente, la letra recargada y llena de adornos se usa básicamente para documentos oficiales (y aun queda un eco en ciertos diplomas y títulos), pero en China es un arte practicado hasta nuestros días.

Con la aparición del ciudadano moderno,  en el siglo XVIII,  se extendió la alfabetización en su doble vertiente:  lectura y escritura.  Saber escribir servía a la gente para llevar sus propios registros (gastos, cosechas, acontecimientos familiares…). Pero unas capacidades un poco más elaboradas, y una letra legible y uniforme, podían convertirse en un empleo:  escribientes, secretarios y oficios similares, desempeñados con pluma y tintero sobre un escritorio, que fueron la espina dorsal de la burocracia estatal y de las empresas antes de la difusión de la máquina de escribir, en el último cuarto del siglo XIX.

El dominio de la escritura permitió otra gran revolución:  la comunicación personal.  Las novelas del siglo XVIII están lenas de noticias y cartas amorosas que permitían a las almas apasionadas proyectar sus idilios en el tiempo y en el espacio.  Cuando al dominio generalizado de la escritura se añadió un sistema barato y fiable para su transporte, con el servicio estatal de correos (en vez de confiar la carta a un mensajero), la comunicación manuscrita estalló exponencialmente.  La ciudadanía no solo podía redactar por sí misma sus cuitas amorosas, sino que el buzón de correos permitía confiar anónimamente el mensaje a un sistema rápido y eficaz.  Con la llegada de las tarjetas postales, su uso se disparó; en las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) circularon unos cinco mil millones.

¿Cómo escribía la gente?  Los primeros balbuceos del castellano en San Millán (siglo X), el diario de Cristóbal Colon en su viaje a América, las 10,000 (o 20,000) cartas que escribió Santa Teresa de Jesús, la denuncia de Luis de Góngora acusando a un inquisidor de relaciones inmorales, los cálculos para la medida del meridiano terrestre de Jorge Juan en Perú (siglo XVIII), el  borrador del contrato de Mariano José de Larra para que una empresa representara sus obras…. Todos se escribieron básicamente con un cilindro hueco acabado en una punta cortada al bies que se mojaba en un tintero.  Podía ser una caña o una pluma de ave, y posteriormente un soporte rematado en una plumilla de metal. Hasta bien entrado el siglo XX, en muchas escuelas plumilla y tinta era lo que se usaba normalmente para aprender a escribir.

Estos instrumentos exigían una determinada posición de la mano y un ángulo constante respecto al papel.  Cuando la pluma bajaba, creaba trazos más gruesos que cuando se elevaba o iba lateralmente, y eso contribuyó a crear un estilo de letra característico.  La letra manuscrita más común era cursiva (inclinada) y ligada (de letras enlazadas unas con otra).  Casi cada país ha conservado un estilo propio, según su tradición caligráfica y su sistema de enseñanza, y además suele haber diferencias entre la escritura de hombres y de mujeres.

La situación no cambio mucho ni siquiera cuando el último cuarto del siglo XIX alumbró la estilográfica, básicamente una plumilla más un depósito de tinta.  La revolución llegó con el bolígrafo [ pen ] (tras la II Guerra Mundial), y el rotulador [ marker ] (popularizado en Japón alrededor de 1960), que escribían en cualquier ángulo respecto al papel, rompiendo la disciplina de la postura y… deformando la letra.   La proliferación actual de ordenadores [ PC ] y dispositivos móviles debe de estar alarmando seriamente a los fabricantes de esos instrumentos, porque Bic, la marca de bolígrafos francesa que domina el mercado, ha lanzado en los Estados Unidos una campaña a favor de la escritura a mano.

Donde las cosas están cambiando es en cómo enseñar a escribir a los niños.  El procedimiento clásico (que no ha desaparecido del todo) era hacerles trazar hileras de palotes y oes.  Luego se copiaban las letras, en minúscula y mayúscula, y después sus combinaciones, para aprender cómo se enlazaban unas con otras.  Hoy día se tiende más que a trabajar la forma, a enfatizar la producción de mensajes.  La escritura se intenta introducir cuando hay cierta madurez cognitiva y motriz (cinco-siete años).  Hay países donde está regulado qué tipo de letra enseñar:  Finlandia y zonas de los Estados Unidos han sido noticia recientemente porque han renunciado a enseñar la típica cursiva escolar, sustituyéndola por letras aisladas («letra de imprenta»).  Eso refleja también la evolución de los usos: hoy la mayoría de los adultos utilizan, en vez de la letra ligada que aprendieron en la escuela, una sucesión de letras aisladas.  La cursiva es más rápida (su nombre viene del verbo latino «correr»), pero mucho menos legible.  En España no hay una postura unificada sobre qué letra usar y la decisión queda para cada centro escolar, o incluso para cada profesor.  Pero hay una tendencia a la simplificación:  por ejemplo, las clásicas mayúsculas recargadas de la cursiva se sustituyen por letras de imprenta.

¿Consideramos necesario.seguir enseñando la letra manuscrita?  Hay motivos para contestar afirmativamente.  La escritura a mano es autónoma y enérgicamente independiente:  en caso de necesidad, uno puede dejar una nota sobre un trozo de papel, o incluso grabar unas palabras sobre la pared.  Pero, además, cuando los niños aprenden la letra escolar están trabajando unas habilidades motrices finas, que luego podrán aplicar a otras muchas cosas:  atarse los cordones de los zapatos ¡o incluso utilizar un teclado! Escribir a mano un texto es una buena forma de memorizarlo.

Las enfermedades mentales pueden influir sobre la letra: algunas provocan que disminuya su tamaño hasta extremos casi ilegibles.  Por esa razón, o tal vez como recurso creativo, el escritor suizo Robert Walser (1878-1956), escribió a lápiz muchísimas páginas de letra diminuta o microgramas. ¿Y será cierto lo opuesto? ¿Cuidar la letra puede detener el deterioro mental?  Eso pensó Rafael Sánchez Ferlosio (n. 1927), quien para superar los daños que le habían causado años de consumo abusivo de anfetaminas se dedicó a ejercicios caligráficos:  «Yo creo que la caligrafía salva del alzheimer», escribió.

El manuscrito tiene una característica evidente, comparado con la máquina de escribir o la pantalla:  la individualidad.  La letra de una persona es algo exclusivo, como sabe bien el amante que reconoce ya desde el sobre una carta de su amada…  O el criminal que disfraza su escritura para no ser reconocido.  Pero un experto puede distinguir una letra creada espontáneamente de otra disfrazada.  Estos analistas de la escritura se llaman «peritos calígrafos».

Si uno estudia una determinada letra, ¿podría sacar conclusiones sobre la psicología de su autor?  Los partidarios de la grafología creen que sí, pero hoy se tiende a considerar que carece de base científica.  La CIA pidió informes en 1993 para saber si las técnicas grafológicas podían decir si una determinada persona se derrumbaría bajo presión o si era proclive a hablar demasiado, pero concluyó que no.

Nada produce más sensación de extrañamiento que estar sumido en una escritura exótica.  Por eso se dice en español que «esto es chino para mí»; y en inglés que «es griego».  Cuando un artista pretende crear todo un mundo, no es extraño que diseñe también su propio sistema de escritura.  Es lo que ha hecho el artista antes conocido como Zush con su escritura Evru (1), o las que traza el Codex Seraphinianus (2) de Luigi Serafini:  ecos manuscritos de mundos que tal vez no existen

(1)  Véase http://www.evru.org

(2) Véase http://www.planetagadget.com/2011/12/20/el-libro-mas-extrano-del-mundo-codex-seraphinianus/

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El pavo real del siglo veintiuno

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–  Carmen Posadas

Tal vez ustedes la recuerden.  En 1993 ganó el Premio Pulitzer una fotografía en la que se ve a un niño sudanés de corta edad, famélico y moribundo, a punto de ser devorado por un buitre.  La opinión pública, en un principio, saludó la instantánea como «una alegoría en la que el niño simbolizada la pobreza; el buitre, el capitalismo; y el fotógrafo, la indiferencia del resto de la sociedad».

Han pasado los años y aquella foto, que en su tiempo levantó mucha polvareda por la falta de humanidad que denotaba captar una escena así en vez de evitarla, ha pasado a simbolizar la imbecilidad generalizada de fotografiarlo todo, hasta el dolor, el horror, la muerte.  O mejor dicho, sobre todo estas tres cosas.

He aquí mas ejemplos.  En 2013 dos yidahistas degollaron a un soldado británico a plena luz del día delante de testigos.  Uno de ellos se dedicó a grabar con su móvil / cellular la gesta e incluso continuó grabando mientras un terrorista se abalanzaba sobre él, no para matarlo, sino para lanzar su soflama propagandística, sabiendo que poco después se convertiría en trending topic mundial.  Mientras tanto, otro transeúnte grabó a su vez esta escena.

Podría pensarse que el ansia de inmortalizar el horror está relacionado con un egoísmo exacerbado, con una indiferencia cósmica ante el sufrimiento ajeno. Indudablemente existe ese componente, pero la fiebre «inmortalizadora» que ha desatado la omnipresencia de las cámaras en nuestras vidas va más allá.  La gente está dispuesta, literalmente, a morir por lograr un selfie o un vídeo que se convierta en viral.  Y muchos lo consiguen.

Hay quien graba, por ejemplo, la hazaña de tumbarse entre las vías del tren y dejar que le pase por encima todo un convoy.  A otros les da por caminar por las cornisas de edificios a cientos de metros de altura.  O la imbecilidad más copiada el año pasado, rociarse el cuerpo con alcohol y prenderse fuego (sic) mientras narra uno en directo a la estupefacta audiencia lo que siente convirtiéndose en chicharrón.

¿Es posible que nuestras vidas estén tan vacías, tan falta de alicientes que haya que recurrir a semejantes disparates?  Kierkegaard decía que el ser humano hace el mal, primero por instinto de supervivencia y luego, cuando aquel ya no está en juego, acaba haciéndolo por tedio.  No voy a enmendarle la plana pero me gustaría añadir otra explicación posible, relacionada con una pulsión tanto más potente que las mencionadas, la vanidad.

Así, en frío parece completamente incomprensible que alguien arriesgue su vida o la de los demás por el magro premio de quince minutos de gloria, tal como profetizaba Andy Warhol, pero lo cierto es que ocurre.  Peor aún, algunos lo hacen no por quince, sino por cinco, por un minuto incluso.

El ser humano es lo más parecido a un pavo real que existe.  No lo puede evitar, tiene que ver con un deseo de perpetuarse, de pasar a la posteridad, de aparearse incluso. Tal pulsión está detrás de todo lo que hace, desde pintar un cuadro o escribir un libro a componer una sinfonía o construir las pirámides.

La vanidad es una fuerza tan arrasadora como eficaz; sin ella (y sin la curiosidad y el miedo), posiblemente no habríamos salido aún de la caverna.  Pero como toda fuerza, no es buena ni mala, depende de cómo se emplee.  También de quién la emplee.  Por eso unos pintan el Guernica y otros pintan la mona, unos se comen el mundo y otros se zampan noventa y siete hamburguesas en siete minutos para figurar en el Guinness de los Récords; unos esculpen La Pietá y otros se dedican a mutilarla a martillazos para entrar en la Historia (y lo peor es que lo consiguen).

Es así, el que no tiene nada de qué presumir presume de imbecilidades. O de maldades. No digo yo que sean malvadas esas personas que, cuando ven un atraco o un incendio, en vez de echar una mano echen mano al móvil / cellular para inmortalizar la escena. Son como todos nosotros, vanamente vanidosas.

Tampoco las nuevas tecnologías nos vuelven más egoístas, insensibles o brutales.  Solo nos descubren tal como somos.  Unos, pavos reales…  otros, pavos a secas.

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La imagen de las palabras

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–  Álex Grijelmo

Las redes sociales (1), el correo electrónico y los mensajes de móvil / cellular han obligado a millones de personas a relacionarse cada dos por tres con un teclado y, por lo tanto, a reflexionar sobre las palabras y a plantearse dudas ortográficas o gramaticales.

Hasta hace sólo unos años, la escritura habitual formaba parte de determinados ámbitos profesionales, pero no alcanzaba a la inmensa mayoría de la población del mundo avanzado.  Mucha gente podía pasar semanas y meses sin necesidad de escribir nada (aunque sí de leer).  Ahora, sin embargo, se escribe más que nunca en la historia de la humanidad.

Eso ha dotado de un nuevo rasgo a las personas.  Su imagen ya no reside sólo en su aspecto, sus ropas, su higiene, el modelo de su automóvil, acaso la decoración de la casa.  Ahora también transmitimos nuestra propia imagen a través de la escritura.

El grupo de WhatsApp de la Asociación de Padres, los mensajes de Twitter, los comentarios de Facebook o los argumentos de un correo electrónico constituyen un escaparate que exhibe a la vista de cualquiera la ortografía de una persona, su léxico, su capacidad para estructurar las ideas.

Si alguien lleva una marcha en la camisa, el amigo a quien tenga cerca en ese momento le advertirá amablemente para que se la limpie.  Incluso puede decírselo el desconocido con el que acaba de entablar una conversación.

Sin embargo, los fallos de escritura en esos ámbitos se dejan estar sin más comentario. Los vemos y los juzgamos, sí, pero miramos para otro lado.  Ni siquiera avisamos en privado para que el otro tome conciencia de sus errores.  Es un examen silencioso, del que a veces se derivan decisiones silenciosas también.

Tememos dañar al corregido.  ¿Por qué?  Tal vez porque un lamparón en la blusa se puede presentar como accidental y no descalifica a la persona, mientras que la escritura constituye una prolongación de la inteligencia y de la formación recibida.  Y por tanto las refleja.

El que observe en silencio esas faltas frecuentes exculpará, por supuesto, a quien no haya tenido a su alcance una educación adecuada.  Quizás no sea tan benevolente, en cambio, con los demás:  con quienes han malversado el esfuerzo educativo que se hizo con ellos; y con todos aquellos que lo consistieron.  El deterioro de la escritura en el sector bien escolarizado es lo que realmente provoca el escándalo.  Un escándalo silencioso que a veces se denuncia con energía, como lo ha hecho recientemente Víctor García de la Concha, Director del Instituto Cervantes (2).

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(1)  El español es la tercera lengua más utilizada en Internet por detrás del inglés y el chino.  A su vez, ocupa el segundo puesto en Facebook y Twitter.  Se prevé que en el año 2030 el 7.5 % de la población mundial hablará y escribirá en español.  En la actualidad alcanza el 6.7% de todos los idiomas, porcentaje superior al de quienes utilizan el ruso (2.2 %) o se expresan en alemán o en francés (1.1 %).

(2)  Véase  https://youtube.com/watch?v=GSeGWbOR1E0

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Matti Makkonen, el finlandés de los SMS

Orbtel 901

–  J.M. Ballester Esquivias

Según la revista británica Wired, a Matti Makkonen (1952-2015) le surgió la idea de los SMS (siglas de Short Messsaging System), en 1984, mientras se comía una pizza en Copenhague.  Se encontraba en la capital danesa participando en un congreso sobre telecomunicaciones.  Sin embargo, siempre rehusó atribuirse la paternidad exclusiva del invento.  Baste decir que no lo patentó, perdiendo así la oportunidad de amasar una gran fortuna.

«No lo considero como un logro personal, sino más bien como el resultado de un esfuerzo conjunto para reunir ideas y escribir las especificaciones de los servicios basados en ella», declaró a finales de 2012 en el transcurso de una entrevista realizada -como no podía ser de otra manera- por mensaje de texto.

Al hablar de esfuerzos conjuntos, Makkonen se refería, entre otros, al investigador en telecomunicaciones Frieldhem Hillebrand (n. 1940) -que estableció el formato de los 160 caracteres- y a Neil Papworth (n. 1969) que trabajaba en el departamento de Sema, a quien correspondió el honor de enviar, el 3 de diciembre de 1992, el primer mensaje de texto.  

El destinatario era Richard Jarvis, a la sazón directivo de Vodafone en Gran Bretaña, y su contenido, más bien escueto:  «Feliz Navidad».  El mensaje lo envió Papworth desde un ordenador (computer) ya que por aquellas fechas los teléfonos móviles (cellulars) no disponían de teclado ni tenían la tecnología para generar mensajes.  Jarvis recibió la felicitación en la pantalla de un teléfono Orbitel 901 (ver imagen supra).  Pero el envío no hubiera sido posible sin las investigaciones y demás trabajos de Makkonen.

Tan discreto era que su nombre acabó saliendo a la luz gracias al empeño de un periódico.  Su genio -y, por ende, su contribución decisiva al invento- fue idear la adaptación de la tecnología propia de Internet a los teléfonos móviles (cellulars).

Lo consiguió, y el fruto de su trabajo fue bautizado con el nombre de Global System for Mobile Communications, que ha pasado a la posteridad con la iniciales GSM.  En otra demostración de modestia, Makonnen dio más importancia a la generalización del sistema en 1994  -fue obra de Nokia-  que  a su propia labor.  Por mucho que no quisiera exhibirse ni presumir, fue a él a quien The Economist otorgó en 2008 su Premio a la Innovación en la categoría de Informática y Telecomunicaciones.

En los últimos años, ahondó en su discreción y esparcía cada vez más sus apariciones públicas.  Pero en estos días, tras su fallecimiento el 26 de junio de 2015, el mundo entero rinde un merecido homenaje a este ingeniero finlandés, de 63 años, que tras graduarse en 1976 del Colegio Técnico de Oulo, desarrolló su carrera en empresas como PTL -la Agencia Postal Finlandesa-, NTM, Tele Finland y, por supuesto, Nokia.

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No soy nadie

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– Julia Navarro

Siguiendo las huellas de Ulises, estoy a punto de decir, como él, que no soy «nadie».  Y es que ya he escuchado decir a personas de lo más diversas -y algunas las tengo por muy inteligentes- que quienes no están en Twitter no son nadie.  Bueno, pues yo no estoy ni tengo intención de estar.  No tengo nada contra las redes sociales, pero estar en ellas supone dedicarles un tiempo que no tengo y que, si lo tuviera, destinaría antes a un montón de cosas.  En más de una ocasión, he estado con un amigo que mientras habla está «tuiteando».  Hace unos días, en un programa de televisión, el tertuliano que estaba a mi lado no dejaba de teclear en su tableta.  En el descanso le pregunté si aprovechaba para escribir un artículo, pero me dijo que estaba «tuiteando», explicando lo que hacía en ese momento.  Me quedé atónita.  Y no es el único.  Días después quedé con una amiga para almorzar y, según llegó al restaurante, sacó la tableta y se puso a teclear.  Me estaba poniendo tan nerviosa que no pude menos que pedirla que parara.  «Es que estoy «tuiteando» que estamos aquí y que el restaurante merece la pena», respondió.

La verdad es que no logro comprender ese afán por explicar al mundo lo que haces en cada momento, y lo que opinas sobre todo lo que sucede.  Siempre me pareció redicha la frase de Andy Warhol (1928-1987) de que todo el mundo quiere tener su minuto de gloria, pero tenía razón.  Hay millones de personas en el mundo que dedican parte del día a contar en la Red lo que hacen y por qué.  Lo preocupante es que hay mucha gente, muchísima, enganchada a Twitter, que no paran de teclear compulsivamente estén donde estén y con quién estén.  En ocasiones, este afán les lleva a ser claramente maleducados.

No siento la necesidad de saber qué hace el prójimo, salvo que sea alguien cercano.  Y aún así tengo escaso interés en ciertas cosas.  Tampoco siento la necesidad de comunicar lo que hago o dejo de hacer, o lo que opino sobre lo que sucede a mi alrededor.  Ojo, no estoy diciendo que Twitter no sea un instrumento de comunicación eficaz, lo que pongo en cuestión es el ansia de comunicar hasta qué comen.  Otra cosa es la utilidad de las redes sociales para movilizarse y dar información:  han tenido un papel importante en las «primaveras árabes» y sabemos qué pasa en Siria gracias a la valentía de sus ciudadanos, que cuentan en ellas los horrores que padecen.  Son también un instrumento eficaz para lanzar ideas y proyectos, o para que los ciudadanos den su opinión.  En el mundo de hoy son imprescindibles.  Pero me rebelo contra ese ansia compulsiva de retransmitir al mundo lo que uno hace.

Otro intruso que se ha colado es WhatsApp, otra manera de comunicarse rápida y eficaz, pero que comienza a resultar agobiante.  Hace poco he tenido una bronca con mi hijo a cuenta de él.  Salimos a dar un paseo a nuestro perro Argos y no había manera de hilar una conversación porque cada dos minutos sonaba un aviso de que alguien estaba en línea para hablar con él.  Al final, el paseo terminó como el rosario de la aurora.  Y no hace mucho tuvimos otra agarrada a cuenta de lo mismo, porque no había manera de comer tranquilos sin que el WhatsApp interrumpiera el almuerzo.  Así que, haciendo de madre represora, le he dicho que cuando nos sentemos a comer deje el móvil en su habitación.

Las redes sociales me parecen imprescindibles en la sociedad de hoy, pero me preocupa ver a tantas personas con síntomas clarísimos de dependencia.  En cuanto a mí, creo que por ahora voy a seguir optando por no ser nadie.  A Ulises no le fue nada mal.  Al final llegó a Itaca.  Yo no aspiro a más.

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