Onomatopeyas, el sonido de las palabras

  Álex Grijelmo 

Las onomatopeyas son palabras creadas de oído.  Quizás los idiomas nacieron de ellas, gracias a los sonidos que evocaban el viento, los truenos o los animales.

Usamos dos tipos de onomatopeyas (del griego onomatopoiía):  las que se forman con un significado concreto a partir de una percepción sonora relacionada con él (por ejemplo, «murmullo», «tintineo», «tiritar»…) y las que intentan reproducirlo:  («el puente hizo catacrac», «ya oigo el tictac», «ay, que vaca tan salada, tolón tolón»).

El español dispone de onomatopeyas hermosísimas.  En el mundo de los sonidos suaves decimos «susurro», «cuchichear», «bisbiseo»…; y en el de los ruidos, «estruendo», «rugir», «traqueteo», «carraca», «roncar», «rasgar», «bomba»… Las letras de nuestro alfabeto se acercan a esos sonidos de forma lo suficientemente aproximada como para que entendamos de qué vibración sonora se trata, aunque no puedan reproducirlos con exactitud.  Sin embargo, algunos de esos sonidos se han entendido de distinta manera en cada idioma.

Por ejemplo, el gallo canta en inglés cock-a-doodle-doo, y en francés cocorico, mientras que para nosotros hace quiquiriquí.  El perro inglés dice wow wow y el español guau guau, mientras que el perro catalán, si es bilingüe, puede decir también bup bup.

Pero otros sonidos los oímos igual, aunque cada idioma los adapte a sus grafías.  Por ejemplo, clic (que en inglés se escribe click) o crac (crack en aquella lengua).  Y así sucede también con el ruido de una explosión o de un golpe fuerte.  Los anglosajones escriben la onomatopeya boom a fin de pronunciar «bum» cumpliendo con su sistema de correspondencias entre grafemas y fonemas.  Y nosotros… Ay, nosotros también escribimos «boom».

Leemos muy a menudo «el boom de la literatura hispanoamericana», «la botella hizo boom», «el boom inmobiliario», «ese disco ha sido un boom«… y otros muchos estallidos de algo que se expande como si procediera de una explosión.

Las Academias de la Lengua Española incluyeron en su Diccionario panhispánico de dudas (1) la entrada «bum» con dos sentidos:  la mera interjección que imita el ruido de un golpe o de una explosión («de repente, ¡bum!, la lámpara se cayó al suelo») y la expresión de algo («hoy vivimos el bum de las redes sociales»).

Benito Pérez Galdós (1843-1920) ya escribió es grafía española a finales del siglo XIX («creía que ese bum bum eran mis ronquidos… ¡y es el mar que ronca!) (2), pero el banco de datos de la Real Academia Española permite observar cómo esta opción ha ido siendo derrotada paulatinamente por su equivalente inglesa.

Por tanto, ahora vivimos el bum de boom, pero al menos tendremos el consuelo de que los gallos sigan diciendo «quiquiriquí» y los perros «guau guau», sin que a ellos pueda aquejarles ningún complejo de inferioridad.  Eso sí, el día en que un gallo español cante cock-a-doodle-doo, que no se extrañe nadie.

(1)  Diccionario panhispánico de dudas, RAE, 2005. 

(1)  Benito Pérez Galdós, El abuelo (1897).

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Escribir a mano

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–  José Antonio Millán

«Anota mi dirección».  «No; mándamela por SMS…».  Este diálogo actual refleja muy bien el retroceso de la escritura a mano.  Un padre aún puede escribir a sus hijos instrucciones para la comida en una nota colocada en el frigorífico, pero más probablemente se las enviará tecleando en su móvil / cellular.  En la vida pública, el último reducto del manuscrito es la receta del médico, esos garabatos que solo el farmacéutico puede descifrar.  O quizá los grafitis en los muros:  consignas políticas, declaraciones amorosas o los barrocos tags de los grafiteros.  No es de extrañar, pues, que hay quien proponga que los colegios dejen de enseñar a escribir y lo sustituyan por clases de uso del teclado y escritura a dos pulgares.  En el terreno digital, las tabletas, que por su pequeño tamaño tienen teclados incómodos, pueden coexistir con la escritura manual: algunas transforman lo que se escribe con un lápiz especial sobre la pantalla en un texto «de ordenador / pc».

A diferencia del habla, que es una función natural, la escritura es artificial.  Un niño en contacto con hablantes de cualquier lengua la adquirirá sin darse cuenta.  Pero la escritura es un código creado por la civilización, a veces independientemente, como ocurrió con siglos de diferencia en Mesopotamia y Centroamérica.  Hay escrituras alfabéticas (la del español que es casi fonética, o la hebrea, solo de consonantes), las hay que representan sílabas (como el hiragana japonés) y otras en las que un carácter puede tener una parte semántica y otra fonética (como el chino).

Casi todas las culturas escritas tienen ciertas formas de uso cotidiano y otras cuidadas y que se consideran más bellas:  estas constituyen la caligrafía.  En Occidente, la letra recargada y llena de adornos se usa básicamente para documentos oficiales (y aun queda un eco en ciertos diplomas y títulos), pero en China es un arte practicado hasta nuestros días.

Con la aparición del ciudadano moderno,  en el siglo XVIII,  se extendió la alfabetización en su doble vertiente:  lectura y escritura.  Saber escribir servía a la gente para llevar sus propios registros (gastos, cosechas, acontecimientos familiares…). Pero unas capacidades un poco más elaboradas, y una letra legible y uniforme, podían convertirse en un empleo:  escribientes, secretarios y oficios similares, desempeñados con pluma y tintero sobre un escritorio, que fueron la espina dorsal de la burocracia estatal y de las empresas antes de la difusión de la máquina de escribir, en el último cuarto del siglo XIX.

El dominio de la escritura permitió otra gran revolución:  la comunicación personal.  Las novelas del siglo XVIII están lenas de noticias y cartas amorosas que permitían a las almas apasionadas proyectar sus idilios en el tiempo y en el espacio.  Cuando al dominio generalizado de la escritura se añadió un sistema barato y fiable para su transporte, con el servicio estatal de correos (en vez de confiar la carta a un mensajero), la comunicación manuscrita estalló exponencialmente.  La ciudadanía no solo podía redactar por sí misma sus cuitas amorosas, sino que el buzón de correos permitía confiar anónimamente el mensaje a un sistema rápido y eficaz.  Con la llegada de las tarjetas postales, su uso se disparó; en las dos décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial (1914-1918) circularon unos cinco mil millones.

¿Cómo escribía la gente?  Los primeros balbuceos del castellano en San Millán (siglo X), el diario de Cristóbal Colon en su viaje a América, las 10,000 (o 20,000) cartas que escribió Santa Teresa de Jesús, la denuncia de Luis de Góngora acusando a un inquisidor de relaciones inmorales, los cálculos para la medida del meridiano terrestre de Jorge Juan en Perú (siglo XVIII), el  borrador del contrato de Mariano José de Larra para que una empresa representara sus obras…. Todos se escribieron básicamente con un cilindro hueco acabado en una punta cortada al bies que se mojaba en un tintero.  Podía ser una caña o una pluma de ave, y posteriormente un soporte rematado en una plumilla de metal. Hasta bien entrado el siglo XX, en muchas escuelas plumilla y tinta era lo que se usaba normalmente para aprender a escribir.

Estos instrumentos exigían una determinada posición de la mano y un ángulo constante respecto al papel.  Cuando la pluma bajaba, creaba trazos más gruesos que cuando se elevaba o iba lateralmente, y eso contribuyó a crear un estilo de letra característico.  La letra manuscrita más común era cursiva (inclinada) y ligada (de letras enlazadas unas con otra).  Casi cada país ha conservado un estilo propio, según su tradición caligráfica y su sistema de enseñanza, y además suele haber diferencias entre la escritura de hombres y de mujeres.

La situación no cambio mucho ni siquiera cuando el último cuarto del siglo XIX alumbró la estilográfica, básicamente una plumilla más un depósito de tinta.  La revolución llegó con el bolígrafo [ pen ] (tras la II Guerra Mundial), y el rotulador [ marker ] (popularizado en Japón alrededor de 1960), que escribían en cualquier ángulo respecto al papel, rompiendo la disciplina de la postura y… deformando la letra.   La proliferación actual de ordenadores [ PC ] y dispositivos móviles debe de estar alarmando seriamente a los fabricantes de esos instrumentos, porque Bic, la marca de bolígrafos francesa que domina el mercado, ha lanzado en los Estados Unidos una campaña a favor de la escritura a mano.

Donde las cosas están cambiando es en cómo enseñar a escribir a los niños.  El procedimiento clásico (que no ha desaparecido del todo) era hacerles trazar hileras de palotes y oes.  Luego se copiaban las letras, en minúscula y mayúscula, y después sus combinaciones, para aprender cómo se enlazaban unas con otras.  Hoy día se tiende más que a trabajar la forma, a enfatizar la producción de mensajes.  La escritura se intenta introducir cuando hay cierta madurez cognitiva y motriz (cinco-siete años).  Hay países donde está regulado qué tipo de letra enseñar:  Finlandia y zonas de los Estados Unidos han sido noticia recientemente porque han renunciado a enseñar la típica cursiva escolar, sustituyéndola por letras aisladas («letra de imprenta»).  Eso refleja también la evolución de los usos: hoy la mayoría de los adultos utilizan, en vez de la letra ligada que aprendieron en la escuela, una sucesión de letras aisladas.  La cursiva es más rápida (su nombre viene del verbo latino «correr»), pero mucho menos legible.  En España no hay una postura unificada sobre qué letra usar y la decisión queda para cada centro escolar, o incluso para cada profesor.  Pero hay una tendencia a la simplificación:  por ejemplo, las clásicas mayúsculas recargadas de la cursiva se sustituyen por letras de imprenta.

¿Consideramos necesario.seguir enseñando la letra manuscrita?  Hay motivos para contestar afirmativamente.  La escritura a mano es autónoma y enérgicamente independiente:  en caso de necesidad, uno puede dejar una nota sobre un trozo de papel, o incluso grabar unas palabras sobre la pared.  Pero, además, cuando los niños aprenden la letra escolar están trabajando unas habilidades motrices finas, que luego podrán aplicar a otras muchas cosas:  atarse los cordones de los zapatos ¡o incluso utilizar un teclado! Escribir a mano un texto es una buena forma de memorizarlo.

Las enfermedades mentales pueden influir sobre la letra: algunas provocan que disminuya su tamaño hasta extremos casi ilegibles.  Por esa razón, o tal vez como recurso creativo, el escritor suizo Robert Walser (1878-1956), escribió a lápiz muchísimas páginas de letra diminuta o microgramas. ¿Y será cierto lo opuesto? ¿Cuidar la letra puede detener el deterioro mental?  Eso pensó Rafael Sánchez Ferlosio (n. 1927), quien para superar los daños que le habían causado años de consumo abusivo de anfetaminas se dedicó a ejercicios caligráficos:  «Yo creo que la caligrafía salva del alzheimer», escribió.

El manuscrito tiene una característica evidente, comparado con la máquina de escribir o la pantalla:  la individualidad.  La letra de una persona es algo exclusivo, como sabe bien el amante que reconoce ya desde el sobre una carta de su amada…  O el criminal que disfraza su escritura para no ser reconocido.  Pero un experto puede distinguir una letra creada espontáneamente de otra disfrazada.  Estos analistas de la escritura se llaman «peritos calígrafos».

Si uno estudia una determinada letra, ¿podría sacar conclusiones sobre la psicología de su autor?  Los partidarios de la grafología creen que sí, pero hoy se tiende a considerar que carece de base científica.  La CIA pidió informes en 1993 para saber si las técnicas grafológicas podían decir si una determinada persona se derrumbaría bajo presión o si era proclive a hablar demasiado, pero concluyó que no.

Nada produce más sensación de extrañamiento que estar sumido en una escritura exótica.  Por eso se dice en español que «esto es chino para mí»; y en inglés que «es griego».  Cuando un artista pretende crear todo un mundo, no es extraño que diseñe también su propio sistema de escritura.  Es lo que ha hecho el artista antes conocido como Zush con su escritura Evru (1), o las que traza el Codex Seraphinianus (2) de Luigi Serafini:  ecos manuscritos de mundos que tal vez no existen

(1)  Véase http://www.evru.org

(2) Véase http://www.planetagadget.com/2011/12/20/el-libro-mas-extrano-del-mundo-codex-seraphinianus/

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La imagen de las palabras

teclado pc

–  Álex Grijelmo

Las redes sociales (1), el correo electrónico y los mensajes de móvil / cellular han obligado a millones de personas a relacionarse cada dos por tres con un teclado y, por lo tanto, a reflexionar sobre las palabras y a plantearse dudas ortográficas o gramaticales.

Hasta hace sólo unos años, la escritura habitual formaba parte de determinados ámbitos profesionales, pero no alcanzaba a la inmensa mayoría de la población del mundo avanzado.  Mucha gente podía pasar semanas y meses sin necesidad de escribir nada (aunque sí de leer).  Ahora, sin embargo, se escribe más que nunca en la historia de la humanidad.

Eso ha dotado de un nuevo rasgo a las personas.  Su imagen ya no reside sólo en su aspecto, sus ropas, su higiene, el modelo de su automóvil, acaso la decoración de la casa.  Ahora también transmitimos nuestra propia imagen a través de la escritura.

El grupo de WhatsApp de la Asociación de Padres, los mensajes de Twitter, los comentarios de Facebook o los argumentos de un correo electrónico constituyen un escaparate que exhibe a la vista de cualquiera la ortografía de una persona, su léxico, su capacidad para estructurar las ideas.

Si alguien lleva una marcha en la camisa, el amigo a quien tenga cerca en ese momento le advertirá amablemente para que se la limpie.  Incluso puede decírselo el desconocido con el que acaba de entablar una conversación.

Sin embargo, los fallos de escritura en esos ámbitos se dejan estar sin más comentario. Los vemos y los juzgamos, sí, pero miramos para otro lado.  Ni siquiera avisamos en privado para que el otro tome conciencia de sus errores.  Es un examen silencioso, del que a veces se derivan decisiones silenciosas también.

Tememos dañar al corregido.  ¿Por qué?  Tal vez porque un lamparón en la blusa se puede presentar como accidental y no descalifica a la persona, mientras que la escritura constituye una prolongación de la inteligencia y de la formación recibida.  Y por tanto las refleja.

El que observe en silencio esas faltas frecuentes exculpará, por supuesto, a quien no haya tenido a su alcance una educación adecuada.  Quizás no sea tan benevolente, en cambio, con los demás:  con quienes han malversado el esfuerzo educativo que se hizo con ellos; y con todos aquellos que lo consistieron.  El deterioro de la escritura en el sector bien escolarizado es lo que realmente provoca el escándalo.  Un escándalo silencioso que a veces se denuncia con energía, como lo ha hecho recientemente Víctor García de la Concha, Director del Instituto Cervantes (2).

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(1)  El español es la tercera lengua más utilizada en Internet por detrás del inglés y el chino.  A su vez, ocupa el segundo puesto en Facebook y Twitter.  Se prevé que en el año 2030 el 7.5 % de la población mundial hablará y escribirá en español.  En la actualidad alcanza el 6.7% de todos los idiomas, porcentaje superior al de quienes utilizan el ruso (2.2 %) o se expresan en alemán o en francés (1.1 %).

(2)  Véase  https://youtube.com/watch?v=GSeGWbOR1E0

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Palomear, el pequeño signo

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–  Rosa Montero

El periodista y escritor Jesús Marchamalo me habló en Panamá, durante el reciente VI Congreso de la Lengua,  de un verbo genial que le oyó decir a un mexicano para expresar la acción de marcar con un pequeño signo las casillas de un formulario:  palomear.  «¿Ya palomeaste el documento?».

Es una palabra ingeniosa y elocuente porque el pequeño trazo suele tener, en efecto, la silueta de un ave; y escoger que sea una paloma le da un toque modesto, doméstico, risueño.  He aquí una lengua vibrando de vida.

La lengua es como una piel que recubre el cuerpo social y se estira y encoge siguiendo sus mudanzas.  Algo tan orgánico no se puede modificar por decreto:  el voluntarismo no funciona (esos espeluznantes «ciudadanos y ciudadanas», por ejemplo).  Sólo un cambio real de la sociedad puede hacer evolucionar el manto de palabras que la recubre.  Por eso no me extraña que ahora sean los países latinoamericanos los más capaces de mostrar esa vitalidad creativa, mientras Europa se tambalea y España apura su crisis. Latinoamérica parece estar en un momento de despegue.

Todo eso se refleja en nuestra lengua.  Ya se sabe que el español lo hablan 400 millones de personas, que es el segundo idioma materno del planeta, tras el mandarín, y que hay expertos que sostienen que, para 2045, será la lengua mayoritaria (aunque yo creo que para entonces hablaremos todos chino).

A veces alardeamos demasiado triunfalmente de estas cifras, aunque tampoco viene mal para contrarrestar el irritante complejo de inferioridad hispano.  Pero para mí la mayor riqueza del español no reside en su enorme implantación, sino en su diversidad, en sus muchas versiones y matices.

En este mundo crispado, sectario y excluyente, emociona poder celebrar una lengua común llena de diferencias que no sólo no desunen, sino que potencian.  Palomeando se vuela hacia el futuro.  Ser distintos nos hace más fuertes.

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Nota del Editor:  La última edición del  Diccionario de la Lengua Española (DRAE) [2001] indica para el verbo palomear dos definiciones: 1)  Andar a la caza de palomas; y  2) Ocuparse mucho tiempo en cuidarlas.  Añadir en ese Diccionario una nueva definición del citado verbo es un largo camino, que requiere el reconocimiento de que se utiliza de forma generalizada.   En el caso de palomear, su uso frecuente en México para expresar la acción de marcar con un pequeño signo las casillas de un formulario, podría dar lugar a que se incluyera en una edición actualizada del Diccionario Breve de Mexicanismos publicado por la Academia Mexicana de la Lengua (última edición, 2001).

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